Por: José I. Delgado Bahena
Ulises presumía de contar con infinidad de armas para lograr convencer a sus novias, cuando intentaban dejarlo o cambiarlo por otro, de que siguieran con él.
Si ellas comenzaban a dar muestras de cansancio en su relación, ponía en práctica sus mejores estrategias para reavivar el fuego y volver a encender sus sentimientos y su pasión.
Primero utilizaba los sabidos chantajes de suicidio, pero cuando veía que no le funcionaba el “me voy a matar por ti”, “me tiraré a las llantas de los carros”, etc, cambiaba a emborracharse y llegaba en busca de su novia con serenata y todo, acompañándose de su amigo Ulil Antúnez y su guitarra.
También utilizó los versos, las cartas y las tarjetas de despedida para que las chavas entendieran que iba en serio lo de la separación y siempre le funcionaba: a las pocas horas le llegaban los mensajes de “¿te puedo ver?” a su celular.
Una vez fue Lina la que casi le hace perder su récord. Cuando estaban en la explanada del palacio municipal, sentados en una banca, y lo dejó sin esperar que él pronunciara palabra alguna.
A los dos días se enteró de que ella andaba con Silvio, un compañero cajero del banco, donde trabajaban los tres, y mejor se salió de ahí, para hacerla sentir culpable de que, por su causa, dejara el empleo.
Entonces, buscó nuevamente a su amigo Ulil; este llegó acompañado de Daniel, otro trovador amigo de Ulil, y se fueron los tres, con dos botellas de tequila, a entonarle la canción del Príncipe, “Vamos a darnos tiempo”, para lograr que regresara con él.
Desde luego, su estrategia funcionó. Aunque, a decir verdad, el reencuentro duró poco, porque ella le había tomado cariño a Silvio y prefirió dejar otra vez a Ulises quien, con su orgullo satisfecho, no le dio importancia al sentir que ya había logrado su propósito.
A los cuatro años de haber dejado su empleo en el banco, y de haber pasado ya por varios trabajos mal pagados, se encontró con Fabiola.
Ella era empleada de una empresa en la que hacen préstamos de dinero y se ubica frente al zócalo. Por eso la conoció Ulises, un ocho de marzo, justo el día de su cumpleaños. Él llegó corriendo a empeñar dos anillos de oro y a Fabiola le tocó atenderlo.
Al salir, por ir contando el dinero que le habían dado, chocó con una jovencita, como de diecinueve años, que en esos momentos entraba al local. Por el golpe, Soledad fue a dar al piso y él se apresuró a levantarla ofreciéndole mil disculpas y ayudándole a sentarse en una de las sillas que están ahí mismo, para los clientes.
En esos momentos se acercó Fabiola, quien había terminado su jornada de trabajo y se disponía a salir.
“Hola”, dijo, saludando a Soledad con un beso en la mejilla.
“Perdón…” titubeó Ulises, “¿me pueden aceptar un café”, le dijo a Fabiola, “para que tu amiga me perdone por haberla tirado?”
“No es necesario”!, respondió Soledad, “pero si Fabi acepta, con gusto te acompañamos.”
En el café, intercambiaron nombres y números de celulares para volver a verse y convivir juntos −dijeron−; pero, después de ese día, Ulises le enviaba mensajes a Fabiola, saludándola e invitándola, solo a ella, a salir “algún día”.
Fabiola aceptó verse con él en los días en que estaba la Feria a la bandera y fueron a tomarse unas micheladas en una de las cantinas de ahí.
Cuando salieron, Ulises le propuso a Fabiola que fueran a un lugar más íntimo; ella estuvo de acuerdo y en un taxi se dirigieron hacia un hotel rumbo a Tuxpan.
Después de ese encuentro siguieron varios más, hasta que Fabiola le dijo que ya no podrían verse. Entonces, él recurrió a sus viejas estrategias que por esta ocasión no funcionaron: Fabiola no contestaba las llamadas ni respondía sus mensajes del celular; pero, como Ulises se había enamorado de ella, un día fue a esperarla a su trabajo y se sentó en una banca del zócalo.
Cuando Fabiola salió, él pudo ver que Soledad la esperaba a un lado de la puerta, se saludaron y juntas abordaron un taxi. Entonces, Ulises subió a otro coche de alquiler y le ordenó seguir al que iba adelante. Con ojos de asombro, observó que ingresaban a un hotel, por el sur de la ciudad, y entraban en una habitación.
Con eso comprendió que, por primera vez, debía dejar de luchar por ese amor porque, sencillamente, no contaba con las mismas armas que Soledad tenía.