Por: José I. Delgado Bahena

Cuando le vi sus bien torneadas piernas que se mostraron al bajarse del lujoso auto en el que había llegado, me dije: “Óscar, aliméntate, ahora que hay carne”.

Ella se dio cuenta que me había despachado con la cuchara grande en mi taco de ojo porque, descaradamente, se subió un poco más la falda y me sonrió.
Yo me turbé con la carnosidad de sus labios; pero, recuperándome, me acerqué a la doña, al parecer su mamá, que me entregaba las llaves del carro.

Nunca imaginé que ese día, en “La burbuja”, el autolavado donde trabajo, me fuera a marcar por culpa de esa muchacha.
La verdad, no soy un santo; menos cuando se presentan esas oportunidades, pero creo que con ella debí advertir las señales que me decían: “Óscar, no lo hagas”.

En esta ocasión, como en muchas otras, en que las viejas me echan los perros, fui muy débil y no resistí la tentación, ni porque era miércoles de ceniza, cuando, según dijo mi vieja, comienza la vigilia y no se come carne.
Total que, ese día, ella volvió al carro para, según, llevarse su celular, y metió medio cuerpo, de la cintura para arriba, dejándome ver, con descaro, parte de su pantaletita, por lo corto de su falda.

Sin disimulo, me entregó un papel donde había escrito su número de celular y su nombre: Yesenia.
Al siguiente día le marqué y comenzamos a salir. Primero a comer, después al cine y, por fin, al hotel.

“Llévame a donde tú quieras”, me dijo mientras me apretaba mi pierna derecha con su mano izquierda. Yo entendí muy bien la sugerencia y conduje mi vocho hacia un lugar muy discreto que está por la entrada de Tomatal.

Sinceramente, en los ocho días que llevábamos saliendo, habíamos platicado de puras frivolidades y no me había interesado saber más de Yesenia; pero después del sexo nos pusimos a confiarnos nuestras cosas.

Le dije que soy casado, que tengo dos hijos: uno de veintidós años y otro de doce, y que no estudié para nada, pero que no me quejo, en “La burbuja” me va muy bien. Le conté, también, que mi hijo mayor le ayudaba a su tío en su despacho de abogado, que le iba más o menos bien y que ya se había comprado un carrito usado.

Ella me confió, para empezar, que tiene diecisiete años. Aquí me asombré, porque no pensé que fuera menor de edad, su apariencia es como de veinte años; pero, como las cosas ya estaban hechas, ni cómo rajarme.

“Tengo novio”, me dijo, “mi ilusión es estudiar para maestra, aunque ande en puros paros, como mi madre. Mi padre tiene unos negocios, que mejor no te cuento”.

“Además”, prosiguió, “tengo un hermano mayor que yo, me gusta mucho viajar y conocer gente. Tú no eres el único con quien salgo; a mi novio lo amo; pero, mientras él está trabajando, me gusta divertirme”.

Con eso me bastó para darme cuenta de que andaba yo en muchos riesgos con ella; pero me dije que bien valían la pena ya que, a mis cuarenta y tres años, eran emociones que nunca había vivido.

A los cuatro días de esa conversación con Yesenia, al llegar a casa, me encontré con un recado pegado en la puerta. Era de Sergio, mi hijo mayor.

“Papá. Te fui a buscar a tu trabajo, pero como no te encontré, nos adelantamos con mi mamá y mi hermano. Quiero que me acompañes a pedir la mano de mi novia. A la vuelta de la hoja está la dirección, ojalá nos alcances allá”.

Solo entré a la casa para lavarme los dientes y cambiarme de camisa; arranqué el carro y me dirigí hacia el lugar que me indicaba el papel.

Al llegar al domicilio que buscaba, ubicado en un fraccionamiento donde hay puras casas de ricos, toqué el timbre y salió a abrirme un muchacho como de treinta años que me preguntó si era el papá de Sergio. Le dije que sí y me invitó a pasar.

En la sala estaban reunidos mi mujer y una pareja, quienes, supuse, eran los papás de la novia de mi hijo. Platicaban amigablemente mientras mi hijo menor veía la televisión.

“Háblale a tu hermana”, dijo el hombre al muchacho que me abrió la puerta.

El joven se dirigió al jardín y pronto entró la más amarga de las sorpresas que hubiera esperado.

Tomados de las manos, entraron Sergio ¡y Yesenia!, en actitud placentera y de clara correspondencia amorosa.

Ella disimuló muy bien su desconcierto; pero yo tragué saliva y les pedí a todos que me permitieran unos minutos a solas, con mi hijo.

Salimos al jardín, y ahí le conté todo a mi muchacho.

En una reacción inesperada, regresó a la sala únicamente para tomar sus llaves que había dejado en la mesita de centro y, sin decir palabra, salió de la casa.

Como pude, justifiqué la reacción de Sergio, ofrecí disculpas y salí seguido de mi mujer y mi otro hijo.

Al entrar a mi casa, nos encontramos con una escena que jamás nos dejará por el resto de nuestros días:

Desangrado, y sin vida, se encontraba tirado Sergio. Se había cortado las venas con un cúter que encontró en mi caja de herramientas.

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