Por: José I. Delgado Bahena
Unos dicen que el destino es el que hace que nos vaya de una o de otra manera; otros, que es la suerte, Dios o el diablo; yo digo que son las decisiones las que nos hacen sufrir, o disfrutar, las consecuencias de nuestros actos.
Porque, si no, a ver: ¿quién me obligó a subirme en la moto de Noé cuando Irma me rete rogó para que me fuera con ella?
Siempre hacía mi capricho y pues, la verdad, he sido muy arriesgado y me ha gustado experimentar cosas nuevas; tal vez por eso no he durado con ninguna novia y en la tienda solo había tenido una aventurilla con Luz María.
Ahora que, esto que pasó, me orientó la ruta que tenían que seguir mis pasos y tampoco me arrepiento, al contrario: me alegro.
Carlos nos invitó, a los puros cuates, a la comida por el bautizo de su chavito y, como en la tienda cerramos hasta las diez y media, pues, los que no pudimos ir en la tarde, quedamos en que iríamos a esa hora.
Cuando Irma, Javier y yo llegamos a la casa de Carlos, en la Insurgentes, ya todos estaban medio pedos y como nosotros llevábamos dos botellas de tequila, pues, llegamos a avivar el fuego.
Ahí se encontraba Noé, con Aldo, Laura y Héctor; él está en el área de fotografía y casi no convive con nosotros, los de las cajas; a mí me caía bien y siempre tuve ganas de hacer amistad con él, mas nunca se había presentado la oportunidad.
Cuando llegamos, él tenía una cerveza en la mano, pero al servir el tequila que llevamos, pidió un vaso.
En ese momento se retiraron casi todos los invitados y solo quedamos los amigos de Carlos y su esposa, a la que yo no conocía, pero Irma no me hablaba muy bien de ella; sin embargo, me cayó bien en un principio, aunque después puso su carota porque Carlos le pidió que nos sirviera de cenar.
“Esta fiesta fue con comida, no con cena”, dijo, pero aunque sea de mala gana nos sirvió un plato grande, para todos, con barbacoa y frijoles, puso unos chiles con vinagre y nos calentó tortillas.
“No sé para qué acepté que Carlos organizara una fiesta tan grande y con tanta tomadera”, le comentó a Laura en un momento de plática con ella, “yo le decía que no era necesario que hubiera bebida, si es una fiesta religiosa, y de un niño, pues, por mí, nomás con una comida para los padrinos habría estado bien, no que mira: falta que ustedes se vayan , y yo: a levantar todo, y luego con esta lluvia que no se quita…”
Efectivamente, ya teníamos en Iguala como cuatro días de lluvia por unas tormentas que había en todo el país; Carlos, incluso, quería suspender el bautizo, pero como ya estaba todo organizado y pagado, mejor rentó unas carpas para ponerlas en la calle, frente a su casa y ahí puso unas mesas para servir la comida a los invitados.
Nosotros estuvimos todos amontonados, en la sala, pegaditos, por el frío, por eso ni nos importaba que lloviera y que Javier nos avisara a cada rato sobre las inundaciones, derrumbes y muertos por las lluvias que había en todo el país, y que él veía en sus actualizaciones del Facebook.
Yo estaba sentado muy cerca de Laura, la compañera que ofrece las tarjetas de crédito en la tienda y, la verdad, siempre me había gustado y pensé que esa era una buena ocasión para ver si se hacía algo con ella; por eso le decía “salud” cada vez que nos servían tequila en nuestros vasos.
En una de esas, en que me levanté para ir al baño, Noé me acompañó y me dijo: “Yo ya no estoy a gusto aquí, mejor hay que decirles que vayamos a un antro, a una Noche Mexicana, ¿qué te parece?”
“Como gustes”, le contesté pensando que ya estaba borracho, pero agregó: “Además, a mí no me gusta tomar, prefiero otras cosas que tengo en mi casa. Si quieres, te vas conmigo, me acompañas a traerlas y nos vamos al antro.
“Sí, está bien, como quieras”, le acepté la propuesta para que no dijera que lo cortaba.
Héctor no aceptó la invitación para ir al antro, por lo que Carlos tuvo que pedirle un taxi para que se fuera a su casa.
Cuando nos dispusimos a salir, todos se acomodaron en el auto de Irma y me hacían un espacio, pero les dije que me iría con Noé a dejar la moto a su casa, en la Guadalupe, y nos regresaríamos en un taxi.
La lluvia, aunque en forma de llovizna, continuaba; por eso, al subirme a la moto, detrás de Noé, me acerqué más a él y me agarré de sus hombros, para protegerme del viento y del frío.
Al pasar por la Central de Abastos, no se fijó en un tope y la moto dio un repentino salto que me hizo poner mis manos en su pecho y abrazarlo.
“Pinche Manuel, qué manos tan calientitas tienes”, me dijo mientras aceleraba a la moto y yo me pegaba más a su espalda para no sentir tanto frío.
Al llegar a su casa me encontré con el destino que yo mismo me forjé.
En su cuarto, al lado del de su mamá, me ofreció prestarme ropa de él para que no anduviera mojado en el antro.
Mientras me probaba algunas prendas, Noé abrió un maletín que tenía en el closet y sacó un botecito con pastillas extrañas. En silencio me puso una en mi mano y me dio un poco de refresco para que la tomara. Entendí de qué se trataba, y la tragué.
Fue lo último que mi mente conserva de esa noche. Al despertar, abrazado de Noé, en su cama, supe que por algo había decidido no subirme al auto de Irma y venirme con él, al encuentro de mi destino.