Por: José I. Delgado Bahena
Siempre pensé que aquellas experiencias que viví de niño quedarían solo en los malos recuerdos; jamás imaginé que un día podría desquitarme, de alguna manera, del ultraje del que fui víctima.
Aunque, claro, ya sabemos: “Uno pone, Dios dispone, llega el diablo y todo lo descompone”, como dice el refrán. Porque, ¿quién habría podido asegurar que un niño como yo, pueblerino y todo mal hecho, iba a desarrollarme, a pesar de todo, con este cuerpo y esta inteligencia?
Bueno, inteligente, quién sabe; pero, guapo… ¿quién lo puede negar?
De cualquier manera, ahora sí que, pues, que me lleve el diablo si quiere; lo hecho, hecho está. ¿Quién le manda a Federico traerme a mis dominios la mejor forma de vengarme?
Él, Federico, habrá creído que ya se me había olvidado que, cuando llegaba a la casa y, aprovechándose que era medio hermano de mi padre, con la corpulencia de sus veinte años, me abrazaba por la espalda y me cargaba, primero en el aire, dejándome sentir sobre mis nalguitas lo abultado de su erección, y después me sentaba sobre sus rodillas para, con movimientos disimulados, me restregara su endurecimiento y me dejara sus manos sobre mis piernas para, como jugando, pellizcármelas.
A mis nueve años, no sabía si me gustaba o me molestaba; pero no lo podía evitar, y aun cuando me daba cuenta de su llegada, y trataba de no estar cerca de él, me buscaba y me daba sus mugres regalos baratos que me llevaba, diciéndome que yo era su sobrino preferido.
Pues yo hubiera deseado que mejor se los diera a Daniela, mi hermana mayor, de once años, que, cuando se iba el tío Fede, como le decía ella, me quitaba las chucherías que me traía y las escondía.
Yo aguantaba todo porque, pues, en ese entonces pensaba que mi tío no lo hacía con mala intención; pero cuando ya cumplí trece años, y él intentaba hacer lo mismo, opté por no dejarme y me escabullía a mi cuarto.
Pero una tarde, en que mi mamá se había ido al súper con Daniela, y mi papá aún no llegaba de la farmacia donde trabajaba, Federico llegó. Le abrí la puerta y me encaminé a mi cuarto. De pronto, me llegó por detrás y me abrazó, me cargó y me llevó hasta la sala, me sentó en sus piernas y me abrazaba diciéndome que me quería mucho. Yo sentía sus manos calientes sobre mi playera cuando me apretaba mis tetillas, diciéndome: “Estás muy guapo, ya casi eres un jovencito”, sin dejar de manosearme.
Como pude, me bajé de sus piernas y me senté en el sofá. Yo no sé por qué no me fui a mi cuarto. Tal vez haya sido porque, como recién había descubierto la masturbación, me sentía ya un poco más hombre y quizá, también, porque me gustaba lo que Federico me hacía, no sé.
Lo cierto es que, de pronto, mi tío se desabotonó su pantalón y sacó su miembro erecto. No supe qué hacer, pero él sí. Lo que me obligó a hacerle me llena de vergüenza; pero, sin temor a equivocarme, te confieso, que por momentos me gustaba. Ahora sé que fue un desgraciado; me robó mi intimidad y, por varios meses, siguió haciéndome sus cochinadas, hasta que a mi papá lo
mandaron de gerente a Michoacán y nos fuimos por once años. Allá terminé la secundaria y la preparatoria; mi madre me sugirió que estudiara la carrera de estilista.
A mis veinticuatro años me hice de buena clientela en el salón de belleza de la colonia donde vivíamos, en Lázaro Cárdenas; pero a mi papá, por su antigüedad en la cadena de farmacias, le preguntaron si quería regresar a Iguala, porque abrirían otra sucursal aquí; no lo dudó mucho y nos vinimos a nuestra ciudad tamarindera.
Para este entonces, mi tío Fede se había casado y tenía un hijo de diez años que pronto se familiarizó con nosotros y convivía mucho conmigo.
Paúl, mi primito, me visitaba por las tardes en la estética que mi amigo Franco y yo pusimos en el centro. Ahí se pasaba las horas viendo cómo arreglábamos las uñas y hacíamos el pedicure a las clientas ricas que llegaban con el chisme en los labios y a pedirnos su arreglo personal.
Con el paso del tiempo, me fui dando cuenta que mi primo estaba creciendo con un cierto amaneramiento que lo delataba en su orientación sexual.
Una mañana, en que Franco no estaba y no teníamos nada de clientela, Paúl, que ya tenía doce años e iba en primero de secundaria; llegó, tomó una revista y se sentó a mi lado en un sofá que teníamos para las clientas.
Yo veía atentamente la televisión y ni cuenta me di cuando Paúl comenzó a tocar mis genitales; con una sonrisa comprensiva, volteé a verlo, lo tomé de la mano y lo conduje hacia un cuartito que tenemos detrás de una cortina. Sin decir palabra, me senté en la cama, y dándole vuelta a su mano, para que él girara, hice que se sentara sobre mis rodillas y sintiera mi erección.
Así comenzó todo entre Paúl y yo, como con su padre, Federico, y el niño que fui y no olvidó jamás lo inolvidable, de lo que ahora había que cobrar, con las cuentas claras, como son.