Por: José I. Delgado Bahena
Eran dos hermanas. A la mayor la conocí cuando trabajaba en el ayuntamiento de Iguala, ella había ido a solicitar un apoyo a la regidora de la que yo era asistente; entonces, como me tocó atenderla, pude apreciar sus enormes atractivos cuando se inclinó a llenar la solicitud sobre el escritorio de la oficina. A la menor la conocí después.
En el momento en que Josefa Salomé desparramó sus grandes pechos frente a mi ardiente mirada, mi pantalón comenzó a tener tal movilización en mi entrepierna que, definitivamente, me dije: “Esta sabrosura tiene que ser para esta ricura.”
Así fue. Como ella tenía que regresar por la respuesta de la regidora, le sugerí que dejara su número de celular para avisarle el día que ya pudiera pasar a conocer la decisión de mi jefa.
La verdad, la regidora nos había dado instrucciones de que a cualquier persona que llegara pidiendo esos apoyos le dijéramos que ya no le daban recurso y que no podía ayudarla; pero, por las grandes razones que ya mencioné, me atreví a darle esperanzas a esta chava.
Josefa Salomé tenía veintidós años cuando la conocí, pero parecía como de dieciséis. Su cuerpo, en general, era menudito y caminaba tan ligera que parecía que su “pechonalidad” la ayudaba a sostenerse en el aire.
En esa época yo recién había terminado una relación que ya me había fastidiado. La verdad, Yolanda, mi ex, me insistía para que volviéramos y estaba a punto de ceder, cuando apareció Josefa Salomé.
Por la tarde, del día en que dejó su solicitud en la oficina, le mandé un whats para invitarla a platicar y comentarle sobre la respuesta de la regidora.
“¿A qué hora paso al ayuntamiento?”, me preguntó como respuesta.
“Si gustas, te veo en una hora. Tú dime dónde”. Le sugerí para propiciar que nos viéramos en otro lugar.
Cuando llegué al café que está en la calle de Hidalgo, eran las seis de la tarde. Salimos a las ocho y en ningún momento tocamos el tema de su solicitud. Encontramos tanta afinidad, que nos pasamos las horas hablando de nosotros solamente; pero yo, más que hablar, vaciaba mi mirada sobre sus voluminosos senos.
Ella lo advirtió, supongo, porque cuando salíamos del café me preguntó: “¿Te gusto?”
La pregunta me tomó por sorpresa; pero, sin titubear, le respondí: “Sí, por supuesto. Eres muy guapa. Pero lo que más me atrae de ti son tus ojos”, le mentí.
“Gracias. ¿A dónde quieres ir?”, me preguntó como lanzando un anzuelo sabiendo que el pez ya lo tenía enganchado.
“A donde gustes”, le respondí conteniendo el aire para no parecer ansioso, “tengo mi vochito estacionado a la vuelta.”
“Ah, pues vamos, y como el que maneja decide…”, me dijo tomando mi mano y caminando hacia la calle que le había señalado donde tenía mi auto.
“¿Dónde vives?”, le pregunté al momento de arrancar.
“Por la Ruffo. ¿Por qué? No me digas que ya me irás a dejar…”
“No. Al contrario: para no ir por ahí.”
Con la confianza de que no había mal interpretado sus palabras, conduje hacia la salida a Taxco, donde ubicamos un hotel. Sin preguntarle nada, entramos. Antes de pagar el cuarto, me preguntó:
“¿Traes condones?”
“No. ¿Por qué?”, le respondí con esa pregunta, extrañado por la naturalidad con la que abordaba el tema.
“Para no correr riesgos, niño…”
Pedí dos en la administración y, la verdad, ya me iba saboreando aquellos pechos que, con lo que sobresalía de su sostén, me los imaginaba esplendorosos.
Cuál no sería mi sorpresa: al quitarse su ropa íntima, me di cuenta que, de su brasier, extraía sendas esponjas que, bien disimuladas, le daban una apariencia de gran tamaño.
Esto, desde luego, no me desanimó, porque el resto era extraordinario, bien formado y equilibrado. No puedo contarte los detalles, pero la pasamos de manera extraordinaria. No imaginé que alguien tan joven fuera tan suelta, tan sin límites en esos menesteres.
Después nos seguimos viendo con cierta frecuencia y mantuvimos una relación basada exclusivamente en el deseo sexual. Todo iba bien, pero una noche fue mejor.
Habíamos quedado de vernos en el mismo café donde nos encontramos por primera vez. Al llegar, me encontré con que no estaba sola. Otra chica, más joven que ella, la acompañaba.
“¡Hola!”, me dijo Josefa Salomé, levantándose para saludarme, “te presento a mi hermana, ella se llama Josefa Inés, la invité para que te conociera.”
Al ver bien a la hermana, no pude evitar que mi pantalón se agitara otra vez, como con la primera Josefa. También ella lucía, debajo de su blusa, unos senos enormes. Me pregunté si también usaría esponjitas. No tuve tiempo para reflexionar más.
“Si gustas, vámonos”, me dijo Josefa Salomé, pasamos a dejar a mi hermana y vamos a donde quieras…”
“¿Por qué no la invitas?”, me atreví a preguntarle medio ruborizado.
“Pues si ella quiere…”, respondió viendo fijamente a los ojos de la otra Josefa.
Pues… ¡sí quiso!
Desde entonces, cada vez que podemos juntarnos los tres, la pasamos estupendamente. Nunca me imaginé vivir esta experiencia, que aún disfruto, con las dos Josefas.