Por José I. Delgado Bahena

Cuando la vi, desplazándose entre los puestos de los comerciantes que saturaban las aceras del mercado municipal, llevando, recargada en su estómago, una charola con los cocteles de pescado y camarón que le pedían en los demás puestos, me dije: “Es una reina”, y así la traté desde entonces.

Lorena, que así se llama “mi reina”, con una edad como de veinte, junto con Clara, su hermana dos años mayor que ella, trabajaban llevando los pedidos que hacen en la cevichería que su mamá tiene desde hace algunos años en el mercado. Ellas, las tres, llegaron de Tierra Caliente después de dejar ahogado en alcohol a Ramiro, el padre de las muchachas, que las maltrataba y no las dejaba superarse.

De cualquier manera, aquí tampoco habían decidido ir en busca de otra suerte, más que el empazonarse de un hijo, las dos chamacas, después de abrir las piernas sin buscar más que placer.

Lorena me dio entrada desde que le tiré un piropo. Dejó su charola sobre un mostrador y me enfrentó.

“¿Qué quieres, cocho?”, me dijo con su mirada retadora, como de peleonera callejera.

“Nada. Solo bucear en la profundidad de tus ojos”, le dije con un tono poético para bajarle los humos a su ceño de muchacho roñoso.

“Pues de una vez dime si me hablaste porque te gusto o solo me quieres hacer perder el tiempo…”, me dijo, acomodándose la pechuga con sus dos manos después de limpiárselas en su delantal.

“¿Por qué mejor no nos tomamos un refresco en el centro, hoy en la tarde?”, le pregunté con la esperanza de que aceptara, y con la incertidumbre de no saber ni por qué le había hablado.

En ese entonces yo tenía un negocio de comida en la plaza comercial, y fui a comprar las carnes que necesitaba para ese día. En casa se había quedado Ernestina, mi mujer, preparando los condimentos que llevaríamos a la plaza. La apoyaba Sebastián, mi hijo de diecinueve años que recién había terminado la prepa y estaba en espera de los resultados del examen de admisión en la UNAM.

No nos vimos ese día martes, sino hasta el sábado. Pasé por ella en mi “datsun” y nos fuimos a comer a un lugarcito privado, en la entrada de Tuxpan. Cuando nos vimos, inmediatamente entramos en confianza. Yo, de plano, le dije que era casado y que, pues, no pensaba dejar a mi esposa. Ella me dijo: “No te preocupes. Prefiero ser la tonta que camina sola y no la reina que espera fila”.

La verdad, no supe qué quiso decir con eso, pero lo entendí más tarde cuando la convencí de que nos quedáramos un rato en un hotel de por ahí. Lo que más me gustó de ella fue que no tuviera escrúpulos con respecto a la diferencia de edad: yo de treinta y nueve, y ella de veinte.

Esa misma tarde supe de ella y de su hermana: que eran, las dos, madres solteras y que no pensaban en relaciones serias.

Ella me advirtió que no esperara que me fuera fiel; de manera que no le dijera nada si la veía con un muchacho, pero que estaríamos juntos cada vez que pudiéramos.

Por eso, en una ocasión que le envié un mensaje, para saber si podríamos vernos, me contestó, sin disimulos, que no podía, porque “estoy con el padre de mi guache”, me dijo.

Así seguimos por un par de meses. Un día se me ocurrió ir a la cevichería a comprarme un “vuelve a la vida”, nomás para conocer a la madre y de paso verla a ella.

Me acerqué disimulando que la conocía y le pedí mi coctel a ella, con un poco de nerviosismo, por no saber cómo lo iba a tomar.
“Mira mamá: él es Manuel, mi amigo del que te hablé”, dijo, dirigiéndose a la mujer de mayor edad del lugar.

Me presenté y saludé a la madre, y a la hermana, que también estaba allí, lavando unas copas.
La verdad, más que madre e hijas, parecían tres hermanas. Las tres muy guapas y con piernas insuperables.

Desde entonces, mi relación con ellas fue más cercana y afectiva. Creo que la hermana me veía como un padre y, pues, tanto ella como la madre sabían que Lorena y yo éramos amantes.

Lo malo llegó cuando me presentaron a sus hijos, como de dos años ambos. El de Martha, la hermana de Lorena, se llama Josué, y el de Lorena, curiosamente, se llama igual que mi hijo: Sebastián.

No le comenté nada ese día porque pensé que era pura casualidad; pero, cuando platicamos más a fondo sobre el niño, me dijo: “Cuando supe que estaba embarazada, no le dije nada al padre, porque era un chamaco y sabía que no podía responderme; pero le puse su nombre nomás porque me caía bien y me gustó cómo me lo hizo”, concluyó.

Desde ese momento comencé a sospechar todo. Preferí dejar de hacer preguntas y me guardé mis dudas para aclararlas en la casa.

Al llegar mi hijo de la calle, aprovechando que mi mujer se había ido a dormir, le tiré un anzuelo para ver qué pescaba.

“Ya supe que tienes un hijo”, le dije con tranquilidad para que no me viera alterado y no lo negara.

“¿Cómo lo supiste?”, me preguntó clavando su mirada en el piso.

“Es lo de menos”, le respondí. “Lo importante es saber qué piensas hacer”.

“Nada, papá. Lorena y yo tenemos el acuerdo de que esperará que termine mis estudios para que yo regrese y me case con ella”.

Desde entonces dejé de buscarla. No he sabido nada de ella. Mi hijo está estudiando el último semestre de su carrera y yo vivo acongojado por no saber si regresará a cumplir su palabra, y si yo tendré el valor suficiente para contarle todo.

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