Por: José I. Delgado Bahena
Alguna vez me dijo mi madre: “Todo se paga en esta vida, Dios solo pone los medios para que se cumplan sus designios.” Por eso, cuando vi entrar a Eleuterio, al bar, ese lugar maloliente donde conseguí que me permitieran ejercer mi oficio, como último recurso para soportar la mugre que me quedó embarrada en mi niñez, con las experiencias que viví, pensé que lo que ella me había dicho era cierto.
De pura suerte que él no me reconoció; jamás se imaginó que después de ocho años yo regresaría a esta ciudad con el deseo, clavado como estaca, de encontrarlo para cobrárselas todas, las mías y la de mi hermana.
“Pinche Soledad”, me dijo cuando yo tenía doce años, “ya casi estás en edad de merecer”.
En aquella ocasión no entendí sus palabras, pero comprendí a qué se refería porque al mismo tiempo me apretó una nalga. Como mi madre trabajaba de mesera en una cantina, llegaba ya en la madrugada y ni se enteraba de lo que pasaba con nosotras y de lo que hacía Eleuterio, su hermano de veinte años, con quien nos encargaba antes de irse a su trabajo.
Una noche en que Eduviges, mi hermanita de seis años, estaba bien dormida y yo había salido del cuarto para ir al sanitario, que estaba en el patio, llegó él, bien borracho y acompañado por un hombre ya viejo, como de cincuenta años, que tenía un coche bonito y lo había dejado estacionado frente a la casa.
“Mira, güey, lo que te conseguí”, le dijo a su amigo, sonriéndole y moviendo su cara hacia mí.
“¡Qué bonita estás!”, dijo el hombre acercándose y queriendo tocarme.
Yo hice a un lado su mano y me metí corriendo hacia el cuarto, donde Eduviges seguía durmiendo.
“¡Soledad!”, me gritó Eleuterio yendo detrás de mí.
Su amigo y él entraron al cuarto; entonces, el viejo, al ver a mi hermanita dormida, le dijo a Eleuterio: “Ésta está mejor”.
“Pues escoge, güey”, dijo el ojete de Eleuterio mientras le tomaba a su cerveza que llevaba en la mano desde que llegaron.
Como vi que el hombre se le encimó a Eduviges, me le fui a golpes con mis pocas fuerzas, pero Eleuterio me abrazó por la espalda y me tapó la boca con sus manos.
Nunca pude olvidar aquella noche, pero no dije nada a pesar del coraje que sentía contra el hermano de mi madre. El viejo violó a mi hermanita; luego, al ver que se estaba desangrando por el daño que le hizo, se le bajó la borrachera y, sin despedirse de Eleuterio, que me tenía abrazada, sin dejarme hacer nada, salió de la casa, se subió a su carro y se fue.
Fue imposible detenerle la hemorragia a la pobre de Eduviges. Murió ahí mismo, en la cama. Eleuterio me amenazó con matarme si no decía que habían entrado dos desconocidos y la habían ultrajado. Mi madre creyó la historia, y aunque puso una denuncia, fue imposible que encontraran a los hombres que yo había inventado.
Desde ese día viví temerosa y sentía ganas de decirle la verdad a mi madre, pero Eleuterio me recordaba su amenaza cada noche.
A los pocos meses, cuando tuve mi primera regla, él se dio cuenta y me dio un pellizco en uno de mis pequeños pechos.
“Ora sí”, me dijo, “vas a saber lo que es bueno”.
Sin consideración alguna, aprovechando que mi madre se había ido a su trabajo, me llevó al cuarto para obligarme a hacerle muchas cochinadas y, abusando de su fuerza, tomó de mi cuerpo la parte más íntima.
“Si dices algo, te mato”, me advirtió.
Yo no dije nada, por temor de que cumpliera su amenaza, y porque iba a la casa a emborracharse con unos hombres que me daban miedo. Yo me encerraba en mi cuarto, pero me quedaba pegada a la puerta y escuchaba todas sus pláticas.
Una noche, uno de ellos le dijo: “Si me dejas llevarme a tu sobrina, te doy diez mil pesos”.
Así fue como salí de ahí. Ramón, que así se llamaba el hombre, me llevó a Veracruz para vivir con él; pero, dos años después me botó encargándome con una prima suya que tenía un bar, allá, en el puerto.
Ahí estuve, prostituyéndome por otros seis años, solo con la idea de reunir dinero para regresar a vengarme. Cuando al fin junté para el pasaje y otras cosas, me vine y conseguí trabajo en el bar que te digo.
Ahí fue donde llegó Eleuterio en compañía de otro hombre. Por supuesto que no me reconoció. Cuando me vendió yo era una niña y ahora, además, con mi cabello rubio y más llenita, pues…, me cerqué a su mesa y me senté junto a él.
Lo demás fue fácil: ya borracho, me invitó a un hotel y ni cuenta se dio cuando, con una navaja que llevaba en mi bolsa, le corté sus partes genitales; lo malo fue que despertó y empezó a gritar, llegó el administrador y me detuvo hasta que llegó la policía.
Ahora, supongo que me darán una buena temporada en el encierro; pero, ¿sabes?, no me arrepiento. No quise matarlo, porque la muerte era poco por lo que hizo, y yo por fin pude quitarme la sombra de mi hermanita, que me siguió durante todos estos años.