Te lo juro: yo amaba a mi mujer. Por eso hice tanta fregadera, por eso dejé que me mangoneara y permití que nuestras vidas se volvieran un caos.

Ella era medio exigente, pero me gustaba porque me impulsaba a superarme cada día. “No quiero que mi marido sea un mediocre, uno del montón”, me decía, “quiero que mis hijos lo vean con orgullo y lo presuman con sus compañeros de la escuela.”

En aquella época, sólo teníamos a Quique, pero luego llegaron las dos mujercitas: Lolis y Teresita. Mis tres hijos eran mi adoración y ellos me motivaban también a esforzarme más y más.

Ángela, mi mujer, no terminó ni la prepa y vivía aquí, en el pueblo, con mis hijos. Yo me fui a probar suerte a la ciudad de Querétaro, donde trabajaba mi primo Juan y él me recomendó para que entrara a una fábrica de bobinas, donde primero trabajé de almacenista, después aprendí manejar las máquinas y gracias también a un papel que me dieron en el CBTis, donde salí como técnico automotriz, me tuvieron confianza y llegué a operador de una máquina de inyección, por lo que me aumentaron el sueldo y las prestaciones.

Con esos avances, yo sentía que la estaba haciendo; lo que sea, a mis hijitos no les faltaba nada, ni para la escuela, ni para vestir o comer; pero, ya sabes: la mujer no tiene llenadero. A cada rato, Ángela me decía que no le alcanzaba y que debíamos tener una mejor casa que la de su hermana, “y eso que mi cuñado trabaja de maestro”, me decía.

Por esos días llegó mi cuñado, su hermano Pepe que estaba en los Estados Unidos y trabajaba en una granja; él tenía cuatro años que se había ido de mojado y ya hasta se había hecho su casa y vino con una troca bien perrona. A su familia les trajo un montón de cosas y a Ángela le regaló la mala idea de que yo me debería ir mejor allá, al norte, para salir de perico perro.

Pues, ya te imaginarás, me convenció y pedí mi baja en mi trabajo de Querétaro. Con la lana que me dieron le pagué al coyote que me pasó al otro lado. Pepe me apoyó allá, en Phoenix, Arizona, y luego luego entré a una granja.

Yo pensaba mucho en mis chamaquitos y por ellos trabajaba en dos lados, para mandar la buena lana que, lo que sea de cada quién, Ángela administró bien y hasta pudimos hacernos una casa, bonita, a su gusto.

Cuando ya tenía tres años allá, y yo no venía, para no correr el riesgo de que no me dejaran pasar de regreso, en la frontera, ella quiso irse conmigo, con todo y mis hijos. Esta vez tampoco la pude convencer, y se fue. Otra vez nos apoyó Pepe y pudo pasar al primer intento, con papeles de otras personas.

Cuando los tuve conmigo, me alegré mucho y hasta sentí que mi felicidad estaba completa. Lo malo fue que, dizque para ayudarme, ella también quiso trabajar y se fue a limpiar casas con una amiga de la esposa de Pepe.

En esas andanzas, primero descuidó a mis hijos, porque los encargaba con Nelly, la esposa de Pepe, y hasta a mí; porque, con el pretexto de que llegaba cansada, teníamos poca intimidad.

Así duramos un par de años; durante ese tiempo me fui dando cuenta de que su actitud hacia mí ya no era la misma; ya no se interesaba en que juntáramos dinero, se iba de “party” con sus amigas y le gustaba tomar y fumar.

Como te dije en un principio: yo la amaba mucho; pero, con esas conductas, le fui perdiendo el respeto y hasta el amor. Bueno, creo que ella hizo lo mismo porque, en una de esas salidas, llegó con un chupetón muy cerca de uno de sus pechos y, pues, ya te imaginarás lo que sentí.

Total que, cuando le reclamé, me salió con que, de por sí, ya no me quería y había conocido a un verdadero hombre, que la mimaba y le pagaba sus gustos.

“Si quieres aquí la dejamos”, me dijo, “solo que me llevaré a mis hijos.”

Yo no supe qué decir. Entonces ella tomó mi silencio como que estaba de acuerdo y cuando regresé de mi trabajo ya no estaba, se fue llevándose a mis tres chamaquitos.

Yo fui muy débil, lo reconozco; esa decepción me llevó a las garras del alcohol y tomaba todos los días, llegando del trabajo; pero hubo una época que ni al trabajo iba; entonces, mi cuñado Pepe, que se había indignado por la acción de Ángela, me llevó a un grupo de doble A y ahí me rehabilité de mi alcoholismo.

Entonces, apoyado por él, mejor me regresé a México. Aquí anduve haciendo chambitas hasta que entré a trabajar al taller mecánico de mi compadre Jorge. Regresé con la cola entre las patas y con una mano atrás y otra adelante; pero, con dignidad, me dije: si unos brazos me desprecian, otros me están esperando.

Lo bueno fue que no pasó mucho tiempo en que se me cruzó Martha, la hija de Hilda, la del molino, que siempre me echaba los perros, pero nunca le hice caso. Hablamos y nos entendimos. Total, que se fue a vivir conmigo en la casa que mi mujer había hecho con los dólares que yo le mandaba de los Estados Unidos.

Fue lo malo también. Ángela se enteró y vino como de rayo.

“Estás bien pendejo si crees que vas a tener a tu amante en esta casa que es de tus hijos”, dijo entrando a la casa con una copia de la llave que ella había dejado con una vecina.

Entonces sí, no me aguanté y le dije sus tres verdades que le llegaron hasta el alma, porque, en un arrebato, tomó un cuchillo que estaba sobre la mesa del comedor y se le fue como fiera a Martha. La hirió en un brazo y no hubiera parado si no la contengo.

Ya calmados, Martha y yo estuvimos de acuerdo en salirnos para vivir en otro lado. Ángela se quedó en la casa por un tiempo; luego regresó a los Estados Unidos y no sé más de su vida. Sólo sé que mis hijos ya se casaron y de vez en cuando me mandan fotos de mis nietos.

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