Por: José I. Delgado Bahena

Cuando escuché de su boca tal proposición, no lo quería creer.

La verdad, yo nunca he sido un santo, pero tampoco me he orientado con tanta perversidad. Lo que sea, mi padre me ha inducido a ser respetuoso con todos y, a mi edad, aunque ya había tenido algunas experiencias en cuanto a la sexualidad, nunca me hubiera imaginado que me pasaría esto.


Yo sabía que Yeni vivía sola, con su madre, rentando un día por aquí, otro día por allá…, de manera que, digamos, no habían echado raíces en ninguna colonia de Iguala, por tanto deambular.


De pura suerte conocí a Yeni por aquella época en que me metí a estudiar un curso de inglés en la Pérgola, con un maestro costarricense que radicaba en nuestro país desde hacía ya varios años.


Ella llegó como tres clases después de que había iniciado el curso; entonces, el teacher me pidió que la pusiera al corriente y le prestara mi cuadernillo para que lo fotocopiara.


Ahí empezó todo.


“¿Me puedes explicar después de clase lo que vieron en las clases anteriores?”, me preguntó con una sonrisa coqueta que no pude evitar me impresionara.


“¡Claro que sí!”, le respondí entusiasmado, y la vi tan bonita que hasta me olvidé de Miriam, mi novia del Tec, con la que llevábamos cuatro meses de relación.


De cualquier manera, la cosa no iba tan en serio con Miriam, así que resolví estar abierto a cualquier cosa que ocurriera con Yeni.


No tardó mucho. Una semana después de que ella se incorporó al curso, yo ya había cortado con Miriam y le tiré la onda a Yeni.


“¿Me dejas darte un beso?”, le pregunté cuando la llevé a la esquina de su casa, después de haber estado platicando un rato en una de las bancas del monumento.


“No”, me dijo categórica, pero continuó, “no uno, los que quieras.”


Ahí fue la primera vez que probé sus labios de fuego y quedé hecho cenizas por el deseo.


A la segunda semana, al advertir que ella se entregaba por completo a las caricias que le hacía, y permitirme caminar con ella abrazándola por la cintura, pegadito de sus nalgas, me aventé de lleno con la seguridad de su respuesta.
“Me gustaría estar contigo en un lugar más privado, aunque sea solo para descansar, abrazarnos y besarnos.”


“Sí, vamos a donde quieras”, me respondió de inmediato.


“No haremos nada que tú no quieras”, le dije cuando nos sentamos al borde de la cama, en un hotel del centro de la ciudad.


Por supuesto que hicimos de todo. Yo creía tener muchas herramientas para hacer feliz a una mujer; pero, sin lugar a dudas, ella fue mejor.


Desde entonces, me fui apegando mucho a Yeni y solo porque en ocasiones nos dejan mucha tarea en la escuela, pero no podía parar la atracción sexual que sentía hacia ella.


“Invítame a tu casa”, le dije una tarde que el maestro se enfermó y el profe Saulo nos dijo que no habría clase.


En esa época ella y su madre vivían muy cerca del centro. Así que nos fuimos caminando y en unos minutos entramos a un departamento muy chiquito donde solo había una habitación con dos camas.


A la madre de Yeni solo la había visto una vez que fue por ella a la Pérgola y esperaba que estuviera allí para saludarla; entonces, al ver que no había nadie más, con toda confianza nos dispusimos a darle rienda suelta a nuestros instintos.


Estábamos tan metidos en lo nuestro que no advertimos en qué momento entró al cuarto la madre de Yeni.


Yo la vi, recargada en el marco de la puerta tocándose su entrepierna y me asusté. No esperaba ver esa imagen y casi me desmayo.


Como pude, me separé de Yeni y jalé una cobija para cubrir mi intimidad.
“¿Qué te pasa?”, me preguntó Yeni sin abrir los ojos.


“Tu… mamá…”, le dije temeroso de la reacción de la señora.


Abrió lo ojos y, sin cambiar de tono, me dijo:


“No seas tonto. Ella es así. Con frecuencia llega sin avisar y se vuelve tan inoportuna…”


“Pero…”, balbuceé con pena, por la señora; mas, luego, sorprendido, advertí que dejaba el marco de la puerta y se acercaba hacia nosotros.


“Ven mami”, dijo Yeni extendiendo sus brazos, “ya sabes, como siempre, te compartiré mi cama.”