Por: José I. Delgado Bahena
Desde hace tres años, cuando llegué a vivir a este pueblo, después de haber estado con mi familia por mucho tiempo en Zihuatanejo, me di cuenta de que mi suerte había cambiado. Mis padres y mi única hermana aceptaron venirse a cuidar una casa de una amiga de mi mamá que está en Estados Unidos y, antes de que empezara el año escolar, agarramos nuestros tiliches para viajar con lo poco que teníamos hasta esta comunidad cercana a la ciudad de Iguala.
A mis veintidós años, sin empleo y sin profesión, no me quedó de otra que aceptar esa decisión que tomaron sin mi consentimiento; pero mi padre me advirtió que tendría que buscar trabajo, porque siendo ya mayor de edad, ya no tenía la obligación de mantenerme. Él se puso a vender tacos en la esquina de la casa y pronto se hizo de una buena clientela.
Desde entonces, yo había andado de trabajo en trabajo. Primero entré de jardinero con un señor en la Floresta. Ahí me iba bien, porque los dueños de la casa casi no estaban durante el día y, como la cocinera era mi vecina, almorzaba y comía a mis anchas y pues, la verdad, hacía poco trabajo. Lo que no me gustó fue que el señor me ponía a hacer otras labores que no eran del jardín, como asear su bodega o lavar la perrera de un dóberman que tenían; entonces, le pedí aumento de sueldo y, como no me lo dio, mejor dejé el jale.
Después de medio año de andar busque y busque, hallé una oportunidad como ayudante de vendedor en una empresa de dulces y frituras. Nuestra ruta era de las más buenas. Mi compañero se las sabía de todas todas para robarles a los clientes y, además del sueldo y las comisiones, nos llevábamos un extra todos los días.
Lo malo fue que un viejito de Tepochica nos sorprendió con una tranza que hacíamos en su tienda, nos denunció en la empresa y sin mayores explicaciones nos corrieron.
Después me metí de ayudante en una casa de materiales que está en el pueblo y anduve cargando y descargando bultos de cemento y de los demás materiales que vende don Everardo; solo que le caí mal a un compañero que ya tiene muchos años de trabajar allí; un día me la hizo de tos, nos peleamos y don Everardo me botó sin pagarme mi semana porque, según él, con ese desmadre le había desprestigiado el negocio.
Entonces me dije: “Orlando, ya es tiempo de que asientes cabeza y te pongas a trabajar bien”.
Por eso, decidido a tomar con seriedad mi vida, acepté una recomendación que un amigo del pueblo me hizo para trabajar en una dulcería que está por el mercado. El empleo es de ayudante general; es decir: hacer lo que se necesite, pero no me importó, lo que yo quería era trabajar porque en el pueblo conocí a Norma, una chava que estudia en el CREN y casi aceptaba ser mi novia.
Desde el primer día de trabajo me di cuenta de que los dueños de la dulcería eran muy exigentes y no te dejaban descansar ni un ratito. Cuando veían que estabas sin hacer nada, te ponían a acomodar las cajas de la mercancía o a preparar los dulces que ahí mismo elaboraba la señora. Así aprendí a hacer las cocadas, un dulce que se elabora a base de coco rallado, huevo y azúcar. Tuve que aprender a batir el huevo con el azúcar, luego, a mezclarles el coco rallado y, en una manga pastelera, distribuidos en porciones, meter las cocadas al horno a 200° durante cinco minutos, hasta que estuvieran doradas.
La verdad, este trabajo sí me gustaba, porque estaba aprendiendo cosas muy productivas; ya hasta estaba pensando en poner mi propia dulcería; pero los señores tienen una hija de diecisiete años, que estudia en la prepa, y es muy mandona y caprichuda.
Una tarde que Hilda, la hija de mis patrones, no había ido a clases, necesitaba, ella, ir a la biblioteca que está por la Alameda y no tenía quién la llevara. Entonces, el señor me ordenó que la fuera a dejar en su camioneta que tenía estacionada frente a la dulcería. Como yo sé manejar muy bien, no puse objeción y hasta le ofrecí esperarla, lo cual le agradó mucho a la chamaca.
Íbamos en camino, cuando a Hilda se le ocurrió que la llevara a su casa, porque necesitaba llevar su tablet para un trabajo que tenía que hacer.
Ya en su casa, me invitó a pasar, me senté en la sala a esperar y me di cuenta de que no había nadie; en eso, la chamaca se sentó cerca de mí y me preguntó si tenía novia.
“No. ¿Por qué?”, le pregunté medio sacado de onda.
“Porque me gustas mucho”, me dijo poniendo su mano sobre mi pierna.
Con eso entendí lo que ella quería y comencé a sentir una gran excitación que me nubló la mente y no me di cuenta del riesgo que corría al ser, ella, menor de edad.
Con docilidad, me dejé conducir a su recámara, un espacio muy bien arreglado y muy limpio. Desafortunadamente, cuando estábamos en lo mero bueno, llegó su papá. Al escuchar que alguien abría la puerta, tomamos nuestras ropas y casi desnudos salimos de la habitación.
Ahora solo espero la sentencia. No sé cuánto tiempo me dejarán encerrado, por ser Hilda menor de edad y yo un pobre diablo sin dinero para defenderme.