Por: José I. Delgado Bahena
Digo: si de por sí Manuel andaba con sus creencias de que pronto se iba a morir, no quedó más remedio que darle una ayudadita y, así, él también nos ayudó a todos a resolver el jeroglífico en que se había convertido ese triángulo amoroso que él mismo propició.
“Ya no falta mucho para que entregue el equipo”, me dijo una mañana que se levantó con un ánimo tan pesimista como el que mostró cuando el ginecólogo nos dijo que yo tenía un problema y nunca tendríamos hijos; entonces, me dieron ganas de darle un piedrazo en la boca para que se callara, o de una vez a ver si se tragaba sus dientes y dejaba el campo libre.
“¿Por qué dices eso?”, le pregunté con un poco de curiosidad para saber sus intenciones; no fuera a ser que estuviera pensando en ponerme un cuatro.
“Porque hace como cuatro días que escuché cantar a la cuacuana y anoche la vi. Cuando salí a apagar las luces del patio, volví la vista hacia el cielo y la vi: era como un pichón, pero gordo; blanco, como la espuma de la vaca de Plácido, y volaba lento, en línea recta. Me dio mucho miedo, pero le comencé a decir de cosas, a insultarla pues, para que se fuera a buscar cliente por otro lado.”
“No manches, ¿a poco tú crees en esas leyendas? Además, eso era una lechuza.”
“Pues lo que sea, me dio mucho miedo, y no son leyendas, son puras verdades. ¿Por qué crees que todos le tienen miedo? Es verdad: te avisa cuando alguien de tu casa va a morir.
“¿Pero no crees que podría ser alguien de más edad o que esté enfermo?”
“No es necesario. Nadie tiene la vida comprada. Yo sé cómo ando y sé que no me queda mucho tiempo de vida.”
“Bueno, mientras tanto vete a trabajar, que mis gustos no los pagan tus ojos bonitos ¿verdad?”
Esa es la realidad: me deslumbraron sus ojos cafés que tenían una chispa de luciérnaga tiernita y, después de probar sus manos sobre mis pechos y el sabor de su sexo en mi cama, me di cuenta de que no quería dejar de verlo, de tocarlo, de tenerlo.
Lo malo para mí fue que nos casamos, y por las tres leyes; pero hacía mucho que me daba a entender cosas, haciéndome pensar que, al menos, le interesaba apretarle sus huesitos a mi amiga Carmen, la del grupo de teatro que recién se había formado en Iguala y se estrenaron con una temporada en diciembre, que no les duró más que tres fines de semana, por ausencia de público.
Yo no le oculté nada. Le confesé claramente que su amigo Alfredo me gustaba. “Pero de eso a faltarte al respeto, hay mucho trecho”, le dije como para mantener su confianza en mí.
“No te preocupes, el día que quieras darte un desahogo con él, nomás dime para que me vaya al cine y los deje solos en la casa”, me contestó mirándome a los ojos con una seriedad que me hizo creer en su sinceridad. Por eso, con la mayor frescura, cuando Alfredo y yo nos dimos cuenta de que ya no podíamos aguantarnos más, le dije:
“Ahora sí, mi niño”, le dije al salir hacia mi trabajo, “¿qué te parece si esta tarde nos das chance, a Alfredo y a mí, de ver una película aquí, en la casa?”
No contestó, pero al volver de mi trabajo encontré, en la mesita de la sala, una botella de tequila con una nota: “Que la disfruten.”
Esa fue la primera vez. Las siguientes ocasiones en que Alfredo y yo nos poníamos de acuerdo, Manuel salía y nos dejaba una botella que disfrutábamos antes de entregarnos a la fuga inútil del placer. Pero, una tarde en que nos habíamos terminado la botella y estábamos, de plano, bien borrachos, Manuel regresó y nos encontró en paños menores, en la sala, bien eufóricos.
“Vente”, le dijo Alfredo con una sonrisa plena de descaro, “tómate una con nosotros, socio.”
Manuel aceptó y al poco rato se hallaba igual de borracho que nosotros. Entonces, entre plática y plática, cuando nos dimos cuenta nos hallábamos desnudos los tres y participando de las caricias intercambiadas que con espontaneidad nos dábamos. Incluso, me di cuenta de que ellos también se tocaban; pero, sobre todo, se interesaban en mí.
Esa fue la primera vez; pero vinieron muchas más que me fueron descubriendo al verdadero Alfredo. Sinceramente, con esas convivencias pude hacer comparaciones y yo me sentía mucho mejor con Manuel. Él es mucho más atento, más guapo y pues, tiene mejor carta de presentación que Alfredo. Por todo esto, fui deseando que mejor nos decidiéramos a separarnos y yo irme a vivir con él.
Un día me dijo Manuel: “¿Cuándo invitas a Alfredo a venir a la casa otra vez?”
“Pensaba decirte que mañana vendrá. ¿Cómo ves?”, le respondí con curiosidad por ver si ya estaba sintiendo celos.
“¡Perfecto!”, dijo con sincera emoción y se metió al baño.
Al siguiente día, cuando llegó Alfredo, mi marido aún no llegaba del trabajo; entonces, destapamos la botella y nos pusimos a tomar. Como dos horas después llegó Manuel, bien borracho, casi cayéndose, pero acompañado: llegó con él mi amiga Carmen, bien acaramelados y besándose.
Eso ya no me gustó. Yo sí sentí celos y me puse a la defensiva. Nada de lo que Carmen decía me gustaba y me mostré como una vieja agria, celosa e inconforme.
Seguramente, esa actitud no le gustó a nadie; cuando me di cuenta estaba sola con Alfredo, quien se había quedado dormido y roncaba estruendosamente, como nunca lo había hecho. Entonces, no sé si por el tequila que me había tomado, o porque de por sí su destino estaba escrito, tomé la botella que había quedado a la mitad y se la hice tomar. Medio despertó, pero yo seguí llenándole la panza de licor. Cuando le había vaciado el resto por la garganta, me fui a dormir y ahí lo dejé, medio desnudo, en la sala.
Al siguiente día, como era primero de mayo, me levanté a medio día; me dirigí a la sala y encontré a Manuel bien muerto. Llamé a la policía, llegaron con una ambulancia y se lo llevaron.
Los médicos del forense determinaron que murió por congestión alcohólica.
Así se cumplió su destino, de todos modos ya se lo había anunciado la cuacuana.