Por: José I. Delgado Bahena

Así es la vida, don José, te da de patadas cuando menos te lo esperas. Si no, ¿cuándo me iba a imaginar que yo iba a terminar dando grasa aquí, en el monumento, donde sería el punto de encuentro con mi mal?
Bueno, tampoco vaya a pensar que me avergüenzo de este humilde, pero honrado trabajo. ¡Claro que no! Lo que pasa es que tuve la suerte de ser empleado en muchos lados. ¡Hasta policía municipal fui! Además, anduve de taxista, mesero, inspector de reglamentos y bombero. Todo lo que tuve que hacer para sacar adelante a mis ocho hijos que tuvimos mi vieja y yo. Lástima que se nos murieron dos, si no ya estarían grandes y con su carrera, como los otros. Ya todos son casados, y con su preparación.
¿Pero sabe qué es lo mejor? Me salió muy bueno mi juguetito.
Desde antes que me casara, le andaba dando yo buen uso y, ¿qué cree?, cuando yo tenía treinta años, conocí a Lupe; una muchacha que estaba bien chula, pero se me fue con todo y chamaco. Estaba embarazada de tres meses. Se fue porque no quería nada conmigo. Solo me dijo que se iba para Altamirano y nunca más la volví a ver ni a saber de ella, hasta apenas, hace unos días.
Resulta que, como le digo, mi cacahuatito me salió muy bueno. Ahorita, a mis setenta años, todavía se me alebresta cuando llega alguna muchacha a bolear sus botitas y, aunque traiga pantalón, bien que se le marca su papayita, y yo, de reojo, me echo mis buenas calentadas.
Lo malo es que para apagar el fuego me tenía que esperar a llegar a la casa, con mi viejita.
Pero un día conocí a Ángela. Ella era una chava como de cuarenta años, que se la pasaba aquí, en el monumento, con otras de sus amigas que nomás venían a platicar y a hacer amistades.
“¿Cómo te llamas?” Me preguntó una tarde que ya casi levantaba mis cosas y las guardaba en el cajón.
“Pablo. Pero me dicen Perico”, le mentí, un poquito nervioso porque, sentado en el banquito, la vi bien chula. Ella masticó su chicle con mucho ruido y luego hizo una bomba con él.
“¿Quieres que te dé grasa?”, le pregunté viendo sus zapatos rojos.
“No. Quiero que me des otra cosa.”
Cuando dijo eso, ya sabía yo por dónde iba el asunto. Entonces, como no queriendo, se acomodó en la silleta y subió sus zapatos como para lustrárselos.
“¿Qué dices?”, me dijo chupándose el dedo pulgar y moviendo sus rodillas para abrir y cerrar sus piernas.
“Pues, si me esperas… ya nomás guardo mis cosas”, le contesté de prisa para no dejar pasar la oportunidad de probar ese manjar.
“Pero me vas a ayudar con cincuenta pesos, para mi refresco”, me advirtió con un tono que hizo como de niña.
“Si. No te preocupes”, le respondí enredando los trapitos y acomodando los cepillos en el cajón de mis pertenencias.
Ella me llevó a su casa, como a dos cuadras del monumento. Era un cuarto muy chiquito. Adentro estaba un niño, como de seis años, haciendo tarea o escribiendo algo en un libro.
“¡Guache, salte pa´ fuera!”, le ordenó al niño, y él obedeció sin chistar, para dejarnos solos.
“Dame los cincuenta pesos”, me dijo Ángela extendiendo su mano.
Yo saqué de la bolsa trasera de mi pantalón un billete doblado que llevaba y se lo di.
No le voy a contar todo lo que pasó, ¿verdad? Pero sí le puedo decir que no fue la única vez. Siempre que yo juntaba mis cincuenta pesos, aparte de lo que le daba a mi vieja, nos íbamos a su casa. Siempre estaba el niño y lo mandaba a jugar a la calle.
De tanto en tanto, un día le pregunté su nombre completo y de dónde venía.
Ya se ha de imaginar sus respuestas; pero, lo que más me sorprendió fue que, cuando me dijo el nombre del niño, me confesó que le había puesto el nombre de su abuelo, o sea el padre de ella, a quien, según me dijo, nunca conoció, porque era de Iguala y nunca se preocupó por buscar a su madre, y que lo más probable era que ya se hubiera muerto.
“Mi hijo se llama Pedrito.”
En ese momento me espanté de que el niño se llamara como yo: Pedro. Ese es mi verdadero nombre, y no Pablo, como le había dicho a Ángela.
Ya con una piedra en la garganta, le pregunté:
“¿Y tu madre como se llama?”
“Se llamaba Lupita. Murió hace seis años, cuando iba a nacer mi guachito”, me contestó con un poco de tristeza.
No le pregunté más. Salí de la casa con mucho miedo, por no saber cómo me iba a castigar Dios. En la puerta estaba Pedrito, mi nieto. Le di todo el dinero que traía en la bolsa y me hundí en la calle de mis remordimientos.

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