Por: José I. Delgado Bahena

Aquella vez en que Sara, mi todavía cuñada, me encontró en la intimidad con Hilda, su hija de diecisiete años, con quien llevaba más de cuatro meses teniendo relaciones sexuales, yo pensé que se me iba a armar la de San Quintín y que, además de pegar el grito en el cielo, arremetería contra mí con ganas de hacerme tragar el polvo; pero no, su enojo no fue en contra mía, sino hacia ella: su hija.

“¡¿Al menos le estás cobrando?!, le gritó desde la puerta, “no seas pendeja; no porque sea tu tío, le hagas el favor de gorra”.

Esa desfachatez de parte de ella, y enterado sobre los rumores en el barrio, de que, después de separarse de Carlos, mi hermano, se dedicaba a prostituirse con gente adinerada, me dio confianza para no salir corriendo de la habitación de mi sobrina.

“No te metas”, le respondió ella con una actitud altanera e irrespetuosa que me sorprendió, “con los hombres que tú me arrimas, haz el negocio que quieras; pero, a los que yo elija, yo sabré si les cobro o no”.

Al escuchar esto, Sara cerró la puerta furiosamente y nosotros seguimos apagando la hoguera del deseo.

A decir verdad, la tentación en la que caí con Hilda fue propiciada por ella misma; y yo, como luego dicen: “Flojito y cooperando”.

Ella era la única hija que quedó del matrimonio entre Sara y Carlos, quien ahora, separado de ella, se fue a vivir a Apango, una comunidad del municipio de Cocula, con su amante, una chava que conoció cuando trabajaba como despachador en una gasolinera de allá.

Sara era agente de ventas de una funeraria de esta ciudad de Iguala. Desde que se casaron, comenzaron con sus conflictos. Yo nunca supe la verdad del motivo de sus problemas; pero, después de festejarle sus XV años a Hilda, simplemente iniciaron los trámites de divorcio y, como estaban casados por bienes separados, además de que su divorcio fue de común acuerdo, en menos de medio año se vieron libres para hacer de sus vidas lo que les viniera en gana.

Entonces, con el pretexto de pasar a ver cómo estaban mi ex cuñada y mi sobrina, comencé a familiarizarme con ellos y, como en esos años yo era soltero, Sara me dio llave de la casa y, a veces, hasta me quedaba a dormir en la sala.

Fue en una de esas ocasiones en que, por la madrugada, sentí que un cuerpo se acomodaba junto a mí, en el ancho sofá donde yo dormía, y comenzaba a meterme mano por todas partes.

Al principio pensé que se trataba de Sara y correspondí a las caricias de esa mujer que, en la penumbra de la sala, iluminada apenas por el foco del poste de la calle, supuse como mi ex cuñada; pero, cuando me dijo: “¿Te gustó?”, identifiqué la voz de mi sobrina y mi excitación creció con tal vorágine que mi respuesta la deslicé con mi mano en su entrepierna.

A partir de entonces, Hilda y yo buscábamos cualquier oportunidad para regalarnos esas satisfacciones que, para mí, eran prohibidas, hasta que nos encontró Sara y esa misma tarde iniciamos una conversación que definiría todo.

“¿Sabes?”, le dije tomando una de sus manos y sentados sobre la cama, “yo no sé por qué Dios permitió esto, pero por algo será. No te puedo decir que te amo, pero lo que ha pasado ha hecho nacer en mí un sentimiento muy cercano al amor. Sé que estamos cometiendo algo reprobable, por ser yo hermano de tu padre y, siendo mayor que tú, me siento un irresponsable; pero, si estás de acuerdo, te propongo que retemos al mundo y vivamos juntos. Yo estoy dispuesto a hacer a un lado lo que dijo tu madre de ti y, si tú quieres, nos vamos a vivir a Zacacoyuca, donde tengo parientes y sé que me echarán la mano”.

Mientras yo hablaba, ella fue soltando su mano de la cárcel en que la tenían las mías y, con un gesto que no he de olvidar jamás, se levantó, se plantó en medio de la habitación y, con una mirada indiferente, me escupió las razones de su desprecio:

“¡Pero cómo son ilusos los hombres!”, comenzó, luego remató con una mordida sangrienta: “¡No eres mi tío! ¿Sabes? El tonto de Carlos, a quien yo también consideraba como mi padre, no lo es. ¿Por qué crees que se separaron él y mi madre? Ella le contó la verdad después de la pachanga de mis quince, él no lo soportó y se separaron. Por mí, no te preocupes; si quieres, seguimos como hasta ahora; si no, pues mejor lárgate, porque, además, ¡ya me aburriste!”

Fue lo último que supe de ellas. Sin decir más palabras, dejé la llave de la casa sobre el buró, y salí hacia mi destino.

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