Por: José I. Delgado Bahena

“Si sales de la casa, olvídate que tienes madre”, me escupió mamá el día que decidí terminar de una vez con la condena que ella misma me había echado, cuando se llevó a vivir con nosotros a Esteban, el único hombre que halló en su camino después de que murió papá, al derrumbarse la barda que estaba construyendo en Taxco y lo sepultó bajo un montón de tabicones.


Cuando nos salió, a Isidro y a mí, con sus ondas de volverse a casar y de formar una familia, yo tenía apenas once años y mi hermano trece. No nos quedó más remedio que aceptarle su loquera y tratar de querer a ese intruso, como si realmente él nos hubiera engendrado.


Yo le creí más que Isidro. Mi hermano se volvió rebelde y con cualquier pretexto se salía de la casa y hasta dejó de estudiar la secundaria, por la reprobadera de materias que llevaba. Pero yo (ingenua de mí), le daba su besito de bienvenida cuando llegaba de trabajar en el taxi que mamá le compró con lo que le dieron del seguro de papá, y hasta le sobaba sus pies para que descansara.


Cuando entré a la secundaria, Esteban me llevaba, y me recogía a la salida para traerme a la casa.


Desde entonces debí darme cuenta de sus intenciones; pero no, supuse que me restringía las salidas y a mis amigos porque me cuidaba y le interesaba que yo estuviera bien.


En esa época, en que yo iba en tercero de secundaria, Isidro, de plano, se fue de la casa y se puso a rentar con uno de sus amigos, por la Central de abastos. Quién sabe de qué vivía. En una ocasión lo vi en un puesto del tianguis vendiendo ropa, pero nunca supe si trabajaba o era negocio suyo. Cuando me vio, me sonrió, pero nada más; no me habló, hasta después, cuando pasó todo.


A mamá no le importó que Isidro se fuera. Creo que hasta se alegró y dijo que no lo quería volver a ver ni en pintura.


Pasó el tiempo y entré a la prepa. Tenía yo dieciséis años cuando Esteban comenzó a mostrarse tal cual.


Cuando llegaba de trabajar se portaba muy cariñoso conmigo y me traía algo de la calle. Mejor que con mamá, conmigo tenía las mayores atenciones. A veces llegaba con nanches, con ciruelas y hasta con flores. Decía que yo era su princesa y quería que estuviera contenta en casa.


Al principio le creí, pero cuando lo sorprendí espiándome por una de las persianas del baño, comencé a desconfiar de sus abrazos y hasta de sus palabras.


“Mamá, Esteban me estaba viendo mientras me bañaba”, le dije a mamá, mientras comíamos ella y yo, un tanto temerosa de que no me creyera. Así fue, sin dejar de remoler el bocado de las enchiladas que había preparado, me dijo: “Figuraciones tuyas. Ya me contó Esteban que sin querer se asomó al baño porque perseguía un alacrán que se había metido a la casa y se dio cuenta de que lo habías visto.”


No insistí. ¿Para qué? Su respuesta había sido categórica y yo me aguanté porque me daba cuenta de que la tenía dominada.
Un día, al salir de la escuela, me encontré con Isidro, que me esperaba sentado en una jardinera que hay en la calle.


“Hola carnala”, me dijo a modo de saludo con un tono que me extrañó mucho pero que acepté como su nueva forma de hablar. Iba acompañado de un hombre mayor que él, bien vestido, que me saludó amablemente.


“¿Cómo estás?”, le pregunté con sinceridad.


“Bien. No te preocupes. Solo vine a verte para darte mi número de celular, por si un día se te ofrece algo. Yo tengo muchos amigos, carnala, cualquier cosa que se te ofrezca, me llamas.”


No recuerdo qué le dije y apunté su número en uno de mis cuadernos. Se despidió dándome un abrazo; luego, él y su amigo se subieron a una moto y se fueron.


Esa fue la penúltima vez que vi a Isidro. La última ocurrió ayer, cuando le llamé para que fuera por mí a la casa después de que le dije a mamá que Esteban había abusado de mí y que no era la primera vez que lo hacía. Como no me creyó, y me dijo que otra vez yo inventaba las cosas, decidí salir a la calle en espera de Isidro.


Cuando llegó, con desesperación y entre lágrimas, le conté todo.
Isidro no pudo ocultar su coraje y me mandó con su amigo, en la moto, al departamento que rentaban. Durante el resto del día, no supe más de él, hasta hoy que llegó a la colonia el periódico donde publicaron un enfrentamiento entre bandas. Él y Esteban, además de otros hombres resultaron muertos.


Quién sabe cómo, mamá se enteró dónde estaba yo y llegó a buscarme.
“Perdóname, hija”, me dijo con un mal fingido llanto.


“No te preocupes, mamá”, le dije, viendo hacia el piso, “vete, no pasa nada, son figuraciones tuyas, solo eso.”

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