Por: José I. Delgado Bahena
Lo que es la vida, me la pasé huyendo por muchos años de aquel recuerdo, esperanzado en enterrarlo para siempre en la tumba de aquellos días, y me lo vine a encontrar donde y cuando menos lo esperaba.
En aquella época yo vivía con mis padres, en Mayanalán, y crecí entre las labores del campo, sembrando cacahuate y calabaza dulce, para las ofrendas, y era, digamos, más o menos feliz.
“¿Por qué no vas a pasar unos días de tus vacaciones con tus tíos, en Iguala?”, me dijo mamá al ver cómo peleaba con Juan, mi hermano que era un año menor que yo.
Mis padres sólo habían tenido tres hijos: Manuela quien, a la edad de quince años, se fue a sufrir la vida con un chamaco de su edad, de Acayahualco; después vine yo y por último Manuel.
Por eso, a mis trece años, y viendo que era una época en la que poco le podía ayudar a mi padre, mientras se desarrollaba el cacahuate, acepté la propuesta de mamá y me vine a la casa de mi tía Gude, su hermana, con la confianza de la invitación que un día me hizo mi primo Arturo cuando mis tíos nos visitaron por la fiesta religiosa del pueblo.
Como mis tíos sólo habían tenido dos hijos: Arturo y Fanny, la mayor, que ya estaba en la escuela de enfermería de Taxco y poco se le veía por la casa, al pasarse las horas en la escuela o con el novio.
Desde que llegué a su casa, congenié mucho con Arturo, quien era tres años mayor que yo y, tal vez por sus dieciséis años, o por vivir en la ciudad, estaba más despierto y me hablaba de los desmadres que él y sus amigos hacían en la prepa.
Mi tío fue muy amable conmigo y se acomidió a instalar una cama para mí en la habitación de Arturo, al lado de la de él.
Por las noches, después de haber andado por diversos puntos de la ciudad, Arturo y yo nos poníamos a platicar de muchos temas, pero al que siempre recurría él era el del sexo.
“¡Pinche Eligio, no lo puedo creer que no te masturbes!”, me dijo una noche en que le confesé que ni siquiera sabía lo que era eso.
“¿A poco no se emociona tu muchachito, ni sientes ganas de tocarte?”
“Pues sí, me toco, y me gusta; pero, pues, no sé qué más hacer. ¿Cómo se le hace?”, me atreví a preguntarle protegido por la oscuridad, por lo que él no podía ver mis cachetes encendidos que yo sentía calientes, calientes…
Arturo no respondió, cuando me di cuenta, se estaba acomodando al lado mío y se metía entre mis sábanas.
“Préstame tu mano”, me dijo con un tono de sabio joven que tenía autoridad de rey sobre mi persona.
Con docilidad, deslicé mi mano derecha hacia él, la tomó y la condujo sobre su miembro erecto. Yo cerré los ojos y me dejé llevar en la maniobras de la autosatisfacción que él dirigió saciando mi descubrimiento, en cuerpo ajeno, de lo que era ese placer solitario, pero que, en ese momento, me transportaba sobre el regocijo de lo insospechado.
Con habilidad me hizo aceptar, y participar, hasta el momento en que llegó al desahogo y sentí su íntima humedad sobre mi mano; pero, al mismo tiempo, advertí también que una erupción tibia escurría en mi entrepierna. En ese momento de abandono me atreví a abrir los ojos tratando de encontrar de dónde llegaba tanta luminosidad que me cegaba el cerebro.
Después de esa noche, los días se me hacían interminables. Aguardaba con ansiedad la hora en que mi tío ordenaba apagar la tele para irnos a descansar.
En ocasiones, Arturo iba a mi cama y, en otras, yo me escurría hacia la suya.
De los juegos pasamos a las caricias y a los besos, y por primera vez supe lo que era, para mí, el dolor placentero del secreto amor.
No nos dijimos nada, las palabras sobraban. Todo era dejar libres a los cuerpos y ellos hablaban; por eso, sabiendo, una noche, que a la mañana siguiente yo tendría que volver a Mayanalán, nuestros ojos no durmieron sino hasta la madrugada en que nos quedamos abrazados y desnudos sobre su cama.
Así nos encontró mi tío y, suponiendo él que yo pervertía a Arturo, al encontrarme en su cama, arremetió a golpes contra mí y me llenó de insultos que no acabaron hasta que llegó mi tía quien me defendió y me ayudó a empacar para llevarme a la terminal donde tomé el camión para mi pueblo.
Esa fue la última vez que vi a Arturo. Después del bachillerato y con grandes sacrificios, mis padres me pagaron la carrera de medicina, en Acapulco. Allá conocí a una muchacha de la Costa que me conquistó y me casé.
Con el tiempo pude conseguir empleo en una clínica particular de Iguala y me vine con mi familia a vivir a esta ciudad tamarindera.
Cuál no sería mi sorpresa que, al leer los datos del paciente que tenía frente a mí, me encontré con el nombre y los apellidos de mi primo Arturo que acudía, por primera vez, a consulta general, con los resultados de sus estudios en los que se diagnosticaba, desafortunadamente, estar contagiado de SIDA.

