Por: José I. Delgado Bahena
De niño me decían “el triste”, y era un apodo que me quedaba muy bien. No sé si porque era muy sensible, pero siempre andaba con mis lágrimas a punta de ojo y por cualquier cosa lloraba. Incluso, en una ocasión, a mis diez años, al verme con el moco tendido, llore y llore, porque mis papás me habían dejado, mientras yo me bañaba, mi tío Lupe, con una sonrisa burlona, me dijo: “Chamaco llorón, se me hace que vas a ser maricón”.
De pura suerte que no tuve esa inclinación; al contrario: me encantan las chamacas, y desde que cumplí dieciséis años me aficioné por ir a los antros donde había chavas, primero para verlas bailar, pero también para tener sexo con ellas.
La verdad, a mí el estudio no se me dio. Así que me puse a trabajar desde chavo; primero, ayudando a mis tíos en sus diversos oficios; de esa manera aprendí a rotular y a hacer trabajos de plomería y de electricidad; después, por mi propia cuenta empecé a agarrar chambas y así fui conociendo a mucha gente y a muchas chavas.
Feo no soy, pero no soy muy guapo. Así que, morenito y triste, me gané una gran suerte con las mujeres y me dio tantas novias, que hasta se peleaban por mí; hasta que me encontré a la horma de mi zapato y me casé.
La verdad, mi “Vickita” me convenció con su alegría, con su sinceridad y su armonía física; es decir: tiene todo bien puesto y en el lugar preciso. Además, claro, coincidimos en el deseo de tener cuatro hijos, y los tuvimos: dos mujeres y dos hombres.
Cuando nos casamos, yo me alejé de mis gustos de ir a los antros y me dediqué a mi hogar; pero, conforme fueron pasando los años, extrañaba mis parrandas con los cuates; así que la semana pasada, cuando entré al face de mi “Vickita” y vi que tenía en su portada a puros hombres encuerados, se la hice de tos y agarré de pretexto esa molestia para salirme y me fui con mi compadre Beto al “Jardín”, una cantina donde se sabe que hay chavas bien buenas.
Al llegar, luego luego nos recibió una güerota que, al verme, me dijo: “Pásale mi tofico”. Mi compadre se carcajeó, pero yo le pregunté a la vieja por qué me decía así. “Por morenito y sabroso, mi rey, no te enojes, al rato te chupo y te quito lo enojado”, me contestó dándome un pellizco en mis nalgas.
Yo nunca había ido a ese lugar, a pesar de quedar muy cerca de la Pedregal, la colonia donde vivo, pero dije: “Si ya Dios me puso en este camino, ni modo de no andarlo, sería yo muy ojete”, así que acepté a la güera que nos recibió, y ella, junto con otra chaparrita que trajo, se sentaron en nuestra mesa a tomar con nosotros.
No supe cuántas cervezas nos tomamos, pero llegó un momento en que me sentí bien borracho y comencé a meterle mano a Jéssica, la güera que estaba conmigo. Ella y su amiga estaban bien tranquilas. En un momento en que las dos viejas se fueron al baño, le dije a mi compadre: “No manches, compa, se ve que ni se empedan”.
“Ja, ja, ja, ja,”, se rió mi compadre, “ya ves: por dejar de venir, ni te enteras que ellas toman puro jugo y sus copas nos las cobran como si tomaran whisky. Si quieres ya vámonos”, me dijo tomando el resto de su cerveza.
“Pero Jéssica me dijo que me iba a hacer no sé qué”, protesté para esperar a que regresaran las chavas.
“Ya no vendrán, compadre, se dieron cuenta de que ya nos exprimieron la lana y buscarán otros clientes”, me respondió al momento en que le daba unos billetes al mesero, para pagar la cuenta.
Entonces, como iluminado por un rayo de claridad que apenas recuerdo, pero que me hizo reaccionar con coraje, mi vista se vació sobre una mesa que estaba en el rincón, cerca del sanitario, y la vi, con dos chavos, sonriendo y tomando su famosa bebida falsa.
Equivocadamente, mi rabia se dirigió hacia el joven que la tenía sobre sus piernas. Como impulsado por un cohete me acerqué a ellos y le di un golpe en la cara al muchacho, con tal fuerza que me hizo irme sobre la mesa, tirar todo y caer en el piso entre cerveza, frituras y los envases rotos.
Ya en el piso, el joven a quien golpeé me empezó a patear; al parecer, al ver esto, mi compadre se fue sobre él y se armó un desmadre de riña, con el acompañante del muchacho, que no terminó hasta que entraron dos agentes de la policía municipal y nos llevaron detenidos a los cuatro.
Al día siguiente, cuando llegaron nuestros familiares y pagaron la multa, con la cruda física y moral, por el desmadre que hicimos en el “Jardín”, tuve que enfrentar, a la salida de “barandilla”, los reclamos de mi “Vickita” y la pedrada que me dio mi hija mayor:
“Papá”, me dijo Ema, con pena, tristeza y coraje, “te presento a Saulo, mi novio”.
Con más sueño que ganas, volteé la cabeza hacia donde estaba mi hija y me encontré con la mirada vidriosa del joven con el que había peleado por la güerota que me puso el apodo de “el tofico”.