Por: José I. Delgado Bahena

En el pueblo, cuando está por finalizar la temporada de lluvias, se sueltan a madurar las ilamas; esta fruta es una delicia y pocos saben de las propiedades medicinales que tiene. Bueno, me platicó mi tío Lupe, en una de sus visitas a Iguala, que es buena contra el cáncer y que, además, somos muy afortunados, ya que es una fruta prehispánica que se da, sobre todo en Colima, el Estado de México, Chiapas y Guerrero.


En el pueblo nacen solitas. Es fácil encontrarlas a la orilla de los caminos y en las barrancas. Aunque, claro, en las casas también hay.


En aquella época, Joaquín y yo teníamos catorce años, su mamá y mi papá eran primos, así que convivíamos mucho, sobre todo por la cercanía de nuestras casas. En esa época, mi papá aún sembraba un terrenito que tenía cerca del panteón donde habían crecido una buena cantidad de árboles de ilama y, como a mi tía Antonia le gustaban mucho, mandaba a Joaquín hasta aquel terreno para que le trajera algunas. Por supuesto, yo lo acompañaba porque, además, mi primo se estaba poniendo muy guapo y me gustaba verle sus brazos gruesos, sus piernas de futbolista y sus nalgas duras que se le dibujaban en el pantalón de la secundaria.

Pero aquella tarde en que comenzó todo, me fijé también en otra parte de su cuerpo que él no pudo disimular, por más que lo intentaba.


Los árboles de las ilamas no son muy grandes y casi siempre se pueden cortar desde el suelo, con la mano; pero, para evitar que se partan al caer, lo mejor es subirse. Entonces, como que me salió lo audaz y le dije que yo me subiría a cortarlas, olvidando que llevaba la falda del uniforme. Él me ayudó a treparme y desde arriba me di cuenta que se me quedaba viendo por debajo de la falda.
Después de cortar algunos frutos, le pedí que me ayudara a bajar, pero al pisar tierra quedé recargada sobre su cuerpo y sentí la dureza de su virilidad.


No sé qué me pasó; pero, sinceramente, no me quería separar de él.
“¡Ay, pinche Joaquín, estás bien caliente!” Le dije soltándome de sus brazos y acomodándome la ropa. Él, con la mano en su bolsillo trataba de acomodarse lo abultado de su pantalón.


“¿Por qué estás así?” Le pregunté acercándome a él.


“No sé. Vámonos.” Contestó sin poder disimular su nerviosismo.


“Espérate”, le dije, tomándolo de la mano y llevándolo hacia la milpa, “quiero que me muestres algo.”


Él guardó silencio y se dejó llevar como unos diez metros adentro de la milpa.
“Bájate el pantalón”, le dije con un tono como de orden para que no se fuera a negar.


Lo que vi, me dejó perpleja. No creí que a su edad tuviera ese monstruo escondido. Ni él ni yo pudimos evitar que la pasión nos ganara. Con torpeza, pero con el deseo encendido, tuvimos, los dos, nuestra primera relación sexual. No hubo promesas, ni palabras, ni preguntas ni explicaciones. Todo fue muy rápido, pero muy hermoso.


En silencio, regresamos a nuestras casas. Mi mamá me preguntó por qué traía sucia la falda y solo le dije: “me caí”.


Después lo hicimos varias veces más en el sembradío de mi papá, hasta que se acabaron las ilamas. Lo bueno fue que no tuvimos consecuencias de un embarazo.


Un día, Joaquín se quedó dormido en el surco, lo desperté con un beso y me dijo: “No sé, pero quisiera que esto fuera un sueño, porque la realidad me duele. Quisiera que no fuéramos primos o que estuviéramos grandes para irnos para otro lado.”


“Mejor cállate”, le dije. “Así es la vida. Además, ¿crees que no me doy cuenta que andas de noviecito con Lilia, la del F?”


“Con ella es otra cosa. Pero, ni te fijes. Si quieres mañana la corto”, me dijo decidido.


“¿Para qué? De todos modos, acabando la secundaria, me iré a México, con mis tíos, y allá voy a estudiar.


Después del tiempo de las ilamas, solo nos encontramos dos o tres veces más, cuando estuvimos solos en mi casa y disfrutamos muy bien los momentos; pero como que nos faltaba el encanto de la milpa y las ilamas.


Ahora que terminé mi carrera en la universidad y que regresé, me enteré de que Joaquín trabaja de maestro por Arcelia y casi no viene al pueblo.


Ayer llegó mi papá de su terreno de siembra con una bolsa llena de ilamas. Al verlas y comerlas, recordé aquella época de mi adolescencia, cuando fui muy feliz en el descubrimiento de mi sexualidad al lado de mi primo, el maestro Joaquín.