Por: José I. Delgado Bahena

Cuando le pregunté si quería acostarse conmigo, así: tan derecho, sin rodeos, confiando en que la madurez de ambos sirviera para tomar decisiones sin correr el riesgo de algún compromiso sentimental que, como dice mi padre, solo apendejan y no te dejan ver con claridad lo que más te conviene, debí entender su silencio como una negativa, y no como el entendido de “quien calla, otorga”.


“Pinche Juan Pablo”, me dijo mientras se metía en su pantalón azul, del uniforme del trabajo, “no sé cómo fui tan débil y acepté venir a este lugar así nomás, como si fuera una de la calle, solo por darte gusto.


“Pero te gustó, ¿no?”, le respondí con una sonrisa, entrando al baño para tirar el condón que usamos y arreglarme un poco el cabello.


Yo no veía a ninguna mujer en serio, mucho menos para casarme. La verdad, es que, como dice mi padre: “El que está casado, está capado”, y pues, yo no quiero ser de una sola mujer, sino de muchas, de todas las que se dejen.


Maritza y yo nos conocimos en el trabajo. Ella era administrativa y yo asistente personal del jefe. Lo que sea, era bien eficiente. No podía el jefe pedirle un documento, porque inmediatamente se lo daba. Sabía, pues, dónde estaba cada cosa y tenía el santo y la seña de lo que pasaba en la oficina.
Pero ni así se escapó de mis armas seductoras.


Muchas de las estrategias me las enseñó mi padre. Él nunca se casó, tuvo muchas mujeres y, desde niño, él me comentaba sobre cómo aprovechar las cualidades que Dios nos dio.


Lo único que me dolió fue no haber tenido a mi madre a mi lado; mi padre me dijo que ella no quiso hacerse responsable de mí y me dejó con él, solo con un retrato de óvalo que yo cargaba en mi cartera; de manera que fue la abuela Cata la que me crió como si fuera yo su hijo.


De todos modos, aunque no se casara, a mi padre nunca le faltó una novia. Cada mes llegaba con una diferente a la casa. Incluso, la abuela me contaba que ni siquiera sabía en realidad cuantos nietos tenía regados por el mundo, por culpa de mi padre.


En una época de Navidad, cuando yo tenía ya diecinueve años, llegó con Malena, una maestra que trabajaba en una secundaria de la ciudad. Todos pensamos que por fin se casaría y dejaría de andar de loco, con una y con otra. Lo que sea, lo veíamos muy enamorado, hasta dejó de salir los sábados por la noche con mi padrino René.


Yo no veía mal eso y lo apoyaba. Pero una vez que se entretuvo de más en el negocio de pan chilapeño que tenía por el peri, Malena llegó a buscarlo y, al ver que mi padre no estaba, se atrevió a invitarme al cine; entonces, yo, con lo débil que era, dije que sí. Pero no fuimos al cine. En el taxi, mientras hacía la plática, me ponía la mano en la pierna y comencé a tener tan tremenda erección que no me aguanté y le dije al taxista que se fuera hacia Tuxpan. Nos metimos en un hotel y, pues, le pusimos los cuernos a mi padre.


“No le vayas a decir a Adrián”, me rogó Malena.


“No te prometo nada”, le dije con una sonrisa sarcástica.


Efectivamente: la lealtad ante todo. En la noche, después de cenar, me quedé a platicar con él y le dije lo que había pasado. Por supuesto, le cerró la puerta de su corazón a Malena y creció la confianza entre los dos.


Lo malo fue que, hace dos años, mientras trabajaba en la elaboración del pan, le dio un infarto que se lo llevó casi de inmediato. Solo alcanzó a llegar con vida al hospital, pero poco pudieron hacer por él.


Yo no quise quedarme con el negocio y vendí todo lo que pude salvar para pagarles su indemnización a los trabajadores, y me pagué mis estudios en el Tec.


Total: terminé mi carrera de contador y me metí a trabajar en esta empresa donde, desde que me contrató mi jefe, por haber sido amigo de mi padre, le eché el ojo a Maritza y me dije que tenía que hacerla mía.


Ella creyó que yo la buscaba para novia y le seguí la corriente. Íbamos al cine, a cenar y, por supuesto, al hotel.


Todo iba bien, hasta que se le ocurrió invitarme a su casa, a cenar, por el cumpleaños de su padre.


Desde que entré y me presentó a sus padres, supe que algo andaba mal. Sin disimular, saqué mi cartera, solo para comprobar lo que mi corazón me avisó. A pesar de la diferencia en los años, el retrato de óvalo no mentía. Sin decir nada, salí de esa casa queriendo no haber entrado en ella jamás.