Por: José I. Delgado Bahena

No cabe duda: el mejor regalo que recibí el día de mi cumpleaños fue el haber estado entre los brazos de Susana, aunque solo hayan sido unos minutos. Definitivamente, sus besos y todo lo demás valieron la pena.

Aquel día transcurría como todos los años: las mañanitas, el chocolate, los abrazos y la comida que mi madre preparó para mis invitados. Desde luego, al mole lo acompañaron tres cartones de cervezas que mi padre compró para festejar que yo cumplía dieciocho años. Yo solo aporté un poco de dinero para que mi madre y mi hermana hicieran la comida e invité a mi novia y a tres amigos; mi padre a mis tías, sus hermanas, y a algunos vecinos.

Nunca imaginé que ese día ocurriría lo que me pasó.

Durante la comida, estuve toda la tarde a un lado de Johana, mi novia, y me tomé solo dos cervezas. Ella se tuvo que retirar temprano porque le dieron permiso solo un rato y la llevé a su casa, al otro lado del pueblo.

Cuando regresé, mi familia y las amistades que habíamos invitado continuaban en la convivencia de sobremesa, en el patio de la casa, entre ellos: Susana.

Ella era una vecina de, aproximadamente, treinta y seis años de edad que vivía frente a nuestra casa en compañía de dos de sus hijos que estudiaban la secundaria; el marido se encontraba en los Estados Unidos, y desde allá les mandaba dinero para subsistir.

Desde que era un adolescente, me sentí atraído por ella y, a través de la ventana de mi cuarto, la observaba cuando salía de su casa con sus hijos a esperar la combi, cuando se iban a la escuela. Desde que bajaba los escalones de la puerta de su casa, hasta llegar a la calle, me regocijaba con sus piernotas y sus pronunciados pechos que temblaban a cada paso que daba. Su piel morena, bronceada, y su cuerpo maduro, pero macizo, me excitaban a tal grado que siempre que la veía terminaba masturbándome.

Por eso, cuando me incorporé a la mesa donde ella estaba sentada, tomándose una cerveza, y de pura suerte quedé a su lado, sentí que la sangre se me subió a la cabeza junto con una copa de tequila que me hicieron tomar sin refresco y de un solo trago.

En esos momentos no ponía atención a las pláticas de mis amigos ni de la demás gente que me acompañaba en mi cumpleaños; mi atención estaba centrada en cada movimiento de ella y de reojo observaba sus manos, sus brazos, su boca y su cuello que ansiaba besar y morder.

Cuando oscureció, y después de haberme tomado otros tragos de tequila, sentí, en un movimiento de su pierna, que rosaba con la mía como con intención de una señal de provocación que me hizo atreverme a poner mi mano sobre su rodilla, pero ella la retiró bruscamente con su mano, agradeció la invitación y anunció que se retiraba. Como el sanitario de mi casa estaba junto a la puerta de salida, en lo que ella se despedía me dirigí ahí para esperar a que saliera.

Me salí de la casa y, aprovechando un espacio oscuro en la calle, la intercepté y le dije que me gustaba.

“Cállate”, me dijo, “estás borracho; además, eres un niño”.

“¿Por qué no me pruebas y después opinas?”, la reté.

“Dímelo mañana. Tu mamá tiene mi número. Si no habla el alcohol, quiero ver si te acuerdas.”

“Mientras, dame un anticipo”, le pedí acercándome a ella, abrazándola y besándola en la boca. Ella respondió a mis besos y, con una alevosía que no esperaba, me apretó mis genitales con su mano derecha, me soltó y se fue.

Al otro día, bien crudo y con un fuerte dolor de cabeza, busqué la libreta de mi madre donde apunta los números telefónicos, encontré el de Susana y le marqué.

Me citó, para esa misma tarde, cerca del estadio de futbol, del lado de las canchas de basquetbol, a las cinco de la tarde. Traté de reponerme lo más que pude y antes de la hora señalada ya estaba donde me había indicado.

A un lado del estadio hay un hotel; hacia allá nos dirigimos, pagué la habitación y entramos.

No sé si porque la deseaba mucho, o porque ella sabía muy bien cómo dar placer, más duramos en comenzar que en terminar.

“Ésta fue la única vez que nos vimos, eh”, me dijo mientras salíamos de la habitación, “no me busques, recuerda que tengo marido; solo fue para darte gusto y hasta ahí”.

No hice caso y le seguí llamando para que siguiéramos viéndonos, pero ella se mantuvo firme en su decisión y nunca aceptó volver a salir conmigo.

Hugo, su marido, regresó de los Estados Unidos; yo me casé con Johana y cuando tuvimos nuestro primer hijo, Susana y su esposo fueron los padrinos de bautizo.

Algunas veces, cuando convivimos los cuatro, como compadres, Susana y yo nos sentamos juntos y, si un roce de nuestras piernas se da, de pura casualidad, sonreímos al recordar aquel hermoso regalo que me dio cuando cumplí mis dieciocho años y no pude menos que reconocer que supo elegir muy bien mi regalo.

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