Por: José I. Delgado Bahena

La verdad, de las historias que he publicado, pocas son las que me han contado, aunque me he encontrado con mucha gente deseosa de compartir sus experiencias, tal vez porque quieren descargar algún sentimiento que les dejó alguna vivencia y que les sigue mordiendo el corazón.
Bueno, pues, hace unos días llegué al centro de Iguala buscando a uno de los boleros que están instalados por ahí, para que lustrara mis zapatos.
“Oiga…”, me dijo el hombre, de aproximadamente cincuenta años, interrumpiendo mi lectura del periódico que él mismo me había prestado para que me distrajera mientras boleaba mi calzado, “le voy a contar una historia que me contaron, a ver si la publica en el periódico…”
“Pues, depende…”, le dije, como para comprometerlo, “si no se trata de perjudicar a alguien, con mucho gusto”.
“No. No será así. Porque… pues, la neta, me pasó a mí”.
“Bueno, pues, adelante”, le respondí, dejando el periódico a un lado y disponiéndome a escucharlo con atención, como para ser recipiente de su desahogo.
“Mire: esto que le contaré me pasó hace como veinte años. Yo estaba muy chamacón, apenas me había casado y estaba por nacer mi primer hijo. En ese entonces, no pensaba en serle infiel a mi vieja; pero, pues… la carne es débil, ya sabe… Yo trabajaba aquí, le venía a ayudar a mi papá en la boleada de los zapatos; a él le decían Tawa, por el personaje de una historieta; trabajó desde siempre en esto y me daba chance de ganarme algo aquí, así le fui agarrando cariño al oficio y me gustó; por eso, cuando él murió, me quedé con el changarro…”
“¿Pero, cómo le fuiste infiel a tu mujer?”, le pregunté al ver que se desviaba del tema.
“Pues, como le digo: yo me portaba bien. Pero llegó una clienta que me movió el tapete. Ella trabajaba en un negocio de comida, de por aquí cerca. La conocí porque me trajo a bolear unos botines de su marido y de paso me pidió que le aseara sus zapatos. Yo tenía como treinta años y ella estaba muy chavita también. Se llamaba “A…”, y cuando se sentó para que le limpiara sus zapatitos… ¡ay, Dios mío!, como traía una falda muy chiquita, le vi sus hermosas piernas morenas, bien torneadas, relumbrantes, y mi animal empezó a alebrestarse, ya sabe: la carne es la carne y, pues, uno es hombre, ¿no?”
“¿Y luego?”
“Bueno pues, creo que ella se dio cuenta de lo que estaba provocando, porque por más que me acomodaba en mi asiento, no hallaba cómo arreglarme aquello sin que se notara. Entonces, entre trapazo y trapazo, yo le miraba su pantaletita, y le miraba los ojos risueños que tenía. Al ver eso, ella me dijo: <¿Qué te pasa, te sientes mal?>, con una risita burlona… Yo no me aguanté y, descaradamente, le dije: sí, tú me has puesto mal, por lo hermosa que eres”.
“¿Qué puedo hacer para remediar el problema?”, me dijo fijando sus ojos en mi entrepierna.
“Pues… solo que vayamos a dar una vuelta por ahí, a ver qué solución le hallamos”, le contesté con la intención de que entendiera mi propuesta.
“Salgo de trabajar a las seis. Si gustas nos vemos en algún lado como a las seis con quince…”, me dijo bajando del bolero y acomodándose su faldita.
“De acuerdo. Te espero junto a la terminal de camiones, en la esquina de Altamirano. Yo llegaré antes”.
“No hablamos más. Se fue sin siquiera preguntarme cuánto era de las boleadas. Claro que no me preocupó, porque pensé que más tarde me cobraría con cuerpomatic”.
“¿Y sí fue?”, le pregunté para darle continuidad a la historia.
“¡Claro que fue! Cuando llegó, no se acercó adonde yo estaba, me hizo señas de que la siguiera y caminó hacia un hotel que está por el mercado. Ahí esperó a que yo la alcanzara y me dijo que pagara el cuarto”.
“¿Y qué pasó?”
“Pues… de todo, de todo…”
“¿Y fue la única vez que estuvieron juntos?”
“No. Por supuesto que nos seguimos viendo muchas veces durante los dos años que duró nuestra relación”.
“¿Y su marido no se enteró?”
“No sé. Él trabajaba en el ayuntamiento, según ella me dijo. Por eso, cuando terminó la administración, se acabó su trabajo también y se mudaron a Acapulco. Entonces dejé de verla”.
“¿Y por qué la recuperó tu memoria, y quisiste compartírmela?”
“Pues…¿qué crees? Este diciembre que pasó, justo el día de los inocentes, llegó un muchacho alto, como yo, corpulento, de ojos claros, como los míos, y me dijo que era mi hijo. Me dijo que anduvo preguntando por mí, que su madre había sido “A…”, que había muerto en Acapulco, por el Covid, pero que alcanzó a confesarle que yo era su padre…”
“Ah, caray. ¿Y qué le dijiste?”
“Al principio yo pensé que era una broma, por el día; pero, le creí y, por supuesto, lo voy a apoyar en lo que necesite”.

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