Por: José I. Delgado Bahena

“¡¿Por qué no dejas de leer el periódico y pones atención a lo que te digo?!”, me gritó Manuela casi al oído al advertir que no le hacía caso; pero preferí meterme a navegar en la información del Diario; sobre todo ahora que todos los días sale algo diferente, por la situación tan inestable que se vive en Iguala.
Con una mirada compasiva, volteé a verla y le clavé mi mirada con la mayor carga de rencor que en ese momento me hizo sentir.
Teníamos ya catorce años de matrimonio, durante los cuales habíamos tenido dos hijos: Lalo, que está en la secundaria, y Karina en la primaria. Sin embargo, la vida al lado de ella se había vuelto tan insoportable que muchas veces llegué a desear que se buscara un amante, para separarnos y que yo pudiera quedarme con la potestad sobre mis hijos.
Manuela trabaja de mesera en un comedor del centro, donde venden puros almuerzos, y yo le ayudo a mi compadre Raúl a llevar algunos casos en su bufete de abogado que puso hace como diez años con su amigo Álvaro.
Yo no terminé la carrera de Derecho, pero con lo poco que estudié, y lo mucho que le aprendo a Raúl, puedo decir que me defiendo; por lo que, en ocasiones, me deja llevar todas las diligencias y las resoluciones de sus clientes.
Lo malo es que tengo que vivir bajo su sombra, por no tener mi título, y eso me limita en mis ingresos, atenido siempre a lo que mi compadre me quiera dar de comisión.
Lo que sea de cada quién, mi compadre ha sido generoso; no es tacaño, pues. Incluso, desde hace como dos semanas que hasta invita las tortas y las aguas.
Este día regresé temprano a casa, por ser fin de semana largo, ya que el día de descanso, por el 5 de mayo, se recorrió al lunes. Solo nos vimos un rato con mi compadre, para revisar un expediente de una señora que pelea un terreno a sus hijos, que antes era de su marido, ya difunto. Bromeamos un poco con mi compadre, por sus calcetines anticuados, de cuadritos verdes con grises, y me corrió de la oficina; “para que aproveches el día”, me dijo.
“¡Te estoy hablando estúpido!”, insistió Manuela, al advertir que yo me había quedado callado y pensativo, reflexionando en la vida que llevábamos: siempre peleando, destruyéndonos, golpeándonos el alma.
“¿Qué quieres?”, le pregunté con desgano, pensando en que ya no tardarían en llegar nuestros hijos de la papelería, a donde habían ido a comprar algunos materiales para sus tareas.
“Quiero que al menos me veas mientras te hablo. Ah, y que acompañes a Lalito, que tiene que ir a entrevistar a un molinero para una tarea que le dejaron en la escuela y, si puedes, te llevas a Karina, para que yo atienda a mi comadre Eva que vendrá a que hagamos cuentas de los perfumes”, me dijo mientras recogía los platos del almuerzo y yo volvía a tomar el periódico para continuar con la lectura.
“Sí, no te preocupes”, le contesté entre dientes.
Por la tarde, después de la comida, los niños y yo nos dispusimos a salir. Le avisé a Manuela que no nos esperara pronto, porque los llevaría al cine. No respondió; pero, al salir, me di cuenta de que inmediatamente tomaba el teléfono.
Después de que Lalo realizó su trabajo con un señor que atiende una tortillería, cerca de la primaria Andrés Figueroa, nos dirigimos en mi Chevy a la plaza comercial, porque Karina quería ver una película de moda. Lo malo fue que la función llevaba ya como media hora de haber comenzado, así que solo les compré un helado y palomitas, y regresamos a casa.
Eran como las siete y media de la noche y, como por esta época ya se empieza a sentir mucho calor, Manuela no había encendido la luz de la puerta de la casa; por lo que no me extrañó que todas las luces estuvieran apagadas; pero, al abrir la puerta, todos pudimos ver una sombra que cruzó por el comedor y saltó por la ventana del patio, casi sin hacer ruido. Rápidamente encendí las luces y me asomé por la ventana, sin lograr ver algo. En esos momentos, Manuela salía del baño con una toalla en la cabeza.
“¿Había alguien más en la casa?”, le pregunté un tanto contrariado.
“Sí. Mi comadre Eva, vino hace un rato, pero ya se fue”.
“Ah, entonces, ¿quién salió por la ventana? Todos vimos una sombra que saltó, ¿verdad niños?”
“Sí, mamá”, respondieron mis hijos al mismo tiempo y mirando fijamente a Manuela.
“¡Ay! ¡¿Verdad que hay un fantasma?!”, gritó mi mujer con un mal disimulado temor por su invento, para encubrir a su “fantasma”.
Con las sospechas a flor de piel, me dirigí a nuestra recámara donde, para sorpresa mía, encontré uno de los inconfundibles calcetines de mi compadre Raúl. Lo tomé, lo guardé en mi bolsillo y regresé a la sala.
“No se preocupen. Mañana arreglaré las cosas con ese fantasma y le agradeceré que nos ayude a poner orden en esta casa”, les dije con una sonrisa maligna, y encendí la tele.

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