Por: José I. Delgado Bahena

“Así es la vida, mi niña”, me dijo cuando le pedí que nos casáramos, porque en ese día me entregaron los resultados de mis estudios de laboratorio en los que me confirmaron lo que la ausencia de la menstruación me había anunciado.

“No me puedo casar contigo, mi niña, ya sabes que mis anteriores esposas me tienen bien atorado con las pensiones alimenticias, y eso que, con triquiñuelas a la ley, logré la mínima”, completó su rechazo con una sonrisa burlona.

Desde que lo conocí me atrajo su pulcritud, su elegancia y su porte de hombre maduro que muchas mujeres deseamos encontrarnos en el camino. Yo trabajaba de recepcionista en el bufete de abogados que mi tío tenía en el centro de la ciudad, y fue allí donde lo vi por primera vez.

Mi tío Fer es amigo suyo y le estaba ayudando a tramitar su segundo divorcio. Yo lo supe desde un principio y no puedo decir que caí engañada entre sus brazos. Cuando olí su loción cara y me saludó de mano, dejándome impregnado su aroma en mis dedos, no me aseé durante dos días, hasta que noté que el olor había desaparecido.

Él, a sus cincuenta y cuatro años, con una vida disparatada, con hijos en una colonia y en otra, se atrevió a invitarme a tomar un café, y yo no pude hacer otra cosa que seguirlo y entregarme.

“¿Por qué usas siempre ropa blanca?”, le pregunté un día, cuando ya le tenía confianza, “hasta parece que vas a hacer tu primera comunión”, le dije con la esperanza de que ya dejara esa costumbre tan rara en una persona. Unos visten de negro todo el tiempo, tú usas siempre sombrero, y él no se quita una gorra de albañil que trae desde que lo conocí.

“Es una promesa”, me contestó brevemente para resolver mi curiosidad.

Pero bueno, una nunca sabe, ¿verdad? Sin embargo, yo supe desde un principio que no se casaría conmigo, por la edad: a mis dieciocho años parezco su hija, o su nieta.

“¿Qué no te das cuenta que cuando tú tengas cuarenta él tendrá ochenta y te dedicarás a cuidar a un anciano? ¿Estás loca, o de veras eres mensa?”, me reclamaba mi madre, molesta por los chismes que le llegaban y que, además, eran ciertos.

“¡Ay, madre! ¿Tú me garantizas que va a llegar a los ochenta? ¿Qué tal si se muere antes y me quedo con la herencia?”, le respondía para hacerla enojar.

De cualquier manera, yo me perdía si él me hablaba y, aunque no llegué virgen a sus brazos, yo no tenía mucha experiencia en ese aspecto. Mi única relación sexual la había experimentado con Gabriel, mi novio que estudiaba para maestro, en el CREN, y a quien dejé de ver para dedicarle mi tiempo a Raymundo.

La verdad, Ray siempre me había tratado como reina; para cualquier lado íbamos tomados de las manos y me presentaba a sus amigos abogados como su mujer, cuando todavía no decidíamos vivir juntos.

La noche en que ya no regresé a mi casa y me quedé con él, en el departamento que rentaba a un lado de la Cómer, lo hice porque fuimos al cine y nos agarró un aguacero que nos hizo pensar dos veces antes de atrevernos a cruzar el río que se forma en el semáforo del DIF.

“Mejor vamos al departamento, linda”, me sugirió al ver que la lluvia no se quitaba.

Así fue cómo empezamos esta aventura, de la que no me arrepiento; pero que, definitivamente, debí suponer que no iba a durar mucho.
Todo cambió cuando le dije que estaba embarazada y que quería que nos casáramos.

“No puedo hacerlo, amor; cuando decidiste acostarte conmigo y hacerlo sin protección, sabías que esto podría suceder”, me respondió con un tono que no le conocía, “ahora que, por mi hijo no te preocupes, es mi responsabilidad; pero eso de casarme, y cometer la misma burrada tres veces, como que no, eh. Ni modo: así es la vida, mi niña”.

Durante los primeros meses de mi embarazo, descuidó el trato que tenía conmigo y llegaba tarde al departamento oliendo a alcohol y a cigarro.

En una ocasión, cuando ya tenía cinco meses de embarazo, llegó con su camisa blanca toda pintarrajeada de labial, le reclamé y ni caso me hizo.

Desde ese momento me di cuenta que comenzó a dejar de interesarme como marido y me puse a planear mi desquite.

Yo iba a cumplir ya mis veinte años, y Gabriel, mi antiguo novio, me seguía mandando mensajes a mi celular.
Entonces, decidí hacerle caso y verlo la mañana de ayer, a escondidas, como una forma de venganza hacia Raymundo.

“¡¿Estás embarazada?!”, exclamó Gabriel al verme en bata de maternidad y fijando su mirada en lo abultado de mi vientre.
“Pues, sí”, le contesté ensayando una pena que no sentía, pero que debía mostrar ante él, “no sabes cómo me arrepiento del paso que di, y de haber dejado de verte…”

“Yo aún te quiero. Si estás de acuerdo, me haré cargo del bebé como si fuera mi hijo. No sé qué le viste a ese viejo; pero, si me aceptas, te propongo que nos casemos para darle mi apellido y me pondré a trabajar para mantenerlos”, me dijo Gabriel un tanto emocionado por esa posibilidad.

Por la tarde hablé con Raymundo. Él, con la cara más tranquila que pude imaginar, escuchó mi discurso:

“Sabes, quiero pedirte que me disculpes, el hijo que espero no es tuyo, es de Gabriel, mi antiguo novio; me ha buscado y me casaré con él”.

“¡El niño es mi hijo…! Pero, claro, como gustes”, me respondió, mientras se acomodaba su eterna gorra, con esas nueve palabras que fueron toda su protesta. Yo salí del departamento con mis escasas pertenencias, y mi hijo, de casi veinticuatro semanas en mi vientre, a enfrentar otro reto en el curso de mi vida.

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