Por: José I. Delgado Bahena
Cuando me casé con mi Aurorita, lo hice soñando con que nuestra vida matrimonial fuera igual que en nuestra etapa de novios.
Como novios duramos cuatro años. Los dos primeros los dedicamos a conocernos como amigos y los otros dos en la sexualidad.
Siempre fuimos muy abiertos a la experimentación, y desde que tuvimos nuestra primera relación, decidimos que no tendríamos prejuicios para disfrutar de la manera que mejor nos pareciera. Sin lugar a dudas: los cuatro años de descubrimiento que nos duró el noviazgo fue de lo más fregón.
Ella trabajaba en una agencia de teléfonos celulares y fue ahí donde la conocí. Yo llegué a hacer unas reparaciones del cableado eléctrico y desde que la traté me impactó su forma tan liberal de ser.
“Andrés”, me dijo una tarde en que descansábamos de la batalla corporal que tuvimos en un hotel del centro de la ciudad, “¿nunca te piensas casar conmigo?”
“¿Para qué, mi Aurorita, si así estamos bien? ¿A poco te hace falta un papel para ser feliz?”, le dije un tanto sorprendido, por lo inesperado de su pregunta.
“Pues no sé tú, pero yo no quiero quedarme para vestir santos”.
“Pero si eres una chamaquita. A tus veinticuatro años, ¿por qué piensas en eso?” Le pregunté rodeando con mi brazo su cintura desnuda para tratar de hacer que olvidara el tema, ya que, a mis treinta y ocho años, lo que más amaba era mi libertad; pero, pues tampoco quería perderla a ella; teníamos tantas coincidencias en nuestros intereses que, pensé, me sería muy difícil hallar a alguien igual.
“Ah, pues, porque si no te animas, mejor buscaré a otro. Sinceramente, me siento muy a gusto contigo, pero también tengo sueños y no quiero ser solo una parte de tu vida. Además, tu amigo Simón como que me cierra los ojos y siento que me gusta; mejor dime claramente cuáles son tus intenciones conmigo para que yo no piense que nomás soy un pasatiempo para ti”.
Total, que no me quedó más remedio que sacrificar mi adorada soltería por seguir disfrutando de tan rico manjar que encontraba en ella.
Lo malo fue que, después de casados, como al año, comencé a darme cuenta de que se alejaba de mis brazos y ya eran raras las noches que nos las pasábamos disfrutando hasta la madrugada.
Lo bueno fue que con mi trabajo de electricista me encontraba con cada tentación… que me eran muy difíciles de evitar.
Por eso, y porque Aurora de plano me tenía muy abandonado, pasó lo que tenía que pasar.
Una tarde, en que nos encontrábamos viendo la televisión en la casa, sonó mi teléfono celular con una llamada de un número desconocido; al contestar, me encontré con la voz de mujer más sensual que nunca había escuchado. Era una abogada que me llamaba para solicitar mis servicios como plomero, para el cual me había recomendado Simón; quedamos en que pasaría al día siguiente, a la dirección que me dio, en el Capire, y haríamos el trato para el trabajo.
A la mañana siguiente, cuando llegué a la casa de Alejandra (que así se llamaba la abogada) me encontré con una mujer como de cuarenta años, guapísima, que me recibió con una pregunta:
“¿De verdad, tú eres Andrés?”
“Así es. ¿Por qué?”, le respondí con esa pregunta ante su misteriosa mirada.
“Por nada. Bueno, es que, al escuchar tu voz por el teléfono, me imaginé a un hombre alto y fornido y no a alguien bajito de estatura, como tú”, me contestó un poco apenada por su confesión.
“Eso no tiene nada que ver; para que yo pueda hacer bien mi trabajo, uso una escalera”, le dije un tanto molesto por esa simpleza.
“Está bien, no te enojes, que se te quita lo guapo. Mejor vamos atrás de la casa donde tengo unas fugas de la tubería, para que las veas y me digas cuánto me cobras”.
Después de hacer el trato, me pidió que regresara en la tarde para que me diera el anticipo y yo le llevara la lista de materiales que necesitaría comprar.
Cuando regresé, cuál no sería mi sorpresa que la encontré vestida solamente con su ropa íntima; me abrió la puerta y me pidió que esperara en la sala. Yo pensé que entraría a vestirse, pero regresó igual y con unos billetes para darme el anticipo.
En esos momentos, mi sexualidad estaba desatada. Ella notó el alboroto que yo traía en mi pantalón y se atrevió a hacerme una pregunta:
“¿Te puedo ayudar en algo?”, me dijo, clavando su vista en mi entrepierna.
No respondí. Ella entendió y se sentó a mi lado dejando su mano derecha en mi pierna izquierda.
“No se apene joven, mi marido no vive conmigo, viene de vez en cuando, porque trabaja en Morelia”, me dijo al oído con el tono que le había oído por teléfono.
Con eso fue suficiente para que se desataran nuestras pasiones y nos llevaran a vivir una relación de amantes que, después de tres años, tuvo su desenlace con algo inesperado para mí.
Una noche, en que mi mujer había salido, según ella, a visitar a su mamá que vive por la colonia de los Tamarindos, me fui a la casa de Alejandra; pero, cuando llegué, me encontré con la sorpresa de que, quien abrió la puerta era un hombre, desconocido para mí, y a quien le pregunté por la señora Alejandra. Él me dijo que Alejandra ya no vivía ahí; pero, en ese momento, desde el fondo de la casa, reconocí una voz que delató a la persona que se hallaba con él.
“¿Quién es, corazón?”, preguntó mi Aurorita con una voz tan dulce como nunca la había entonado para mí.