José I. Delgado Bahena
Aquella tarde, Luis llegó a su casa con el alma en el infierno, y los orificios de su nariz expulsando aire caliente, por lo que le habían contado; por eso, con la esperanza de que fueran solo chismes, le escupió la pregunta a su mujer:
“¿Es cierto que me haces pendejo con el “dientes de fierro” de Javier Quijano?”
“¿Quién te dijo eso?”, le contestó Francisca, haciendo a un lado a Luisito, su hijo de cinco años.
“Eso no importa. ¡Responde! ¿Es verdad que aprovechas cuando me voy a México por mercancía para citarte con él?”
“Estás borracho”, respondió ella con firmeza, queriendo dar por terminado el diálogo.
“No te hagas pendeja. Para acabar pronto: solo dime sí o no.”
“Pues, ¿qué crees?”, le dijo Francisca tomando al niño y cargándolo sobre sus rodillas, “te voy a dejar con la duda. ¿Por qué no vas y le preguntas a él? A lo mejor te resuelve el conflicto.”
“Claro que lo haré. Pero antes le pondré una madriza, porque, si no lo niegas, seguramente es cierto.”
“Pues luego me cuentas qué te dijo…” aceptó tomando al niño y dirigiéndose hacia su recámara, “…porque si dice que sí, para que te la hagamos efectiva; como que te hace falta un adorno en la frente.”
Al siguiente día, Francisca se levantó muy temprano y se dispuso a salir hacia la calle. En su trabajo de maestra les habían autorizado a tomarse dos días para sus juegos magisteriales. Se vistió con un pants y, antes de salir, despertó a Luis, quien se había quedado a dormir en la sala.
“Te dejo al niño”, le dijo, “voy a una caminata y después iremos con mis compañeros a un balneario que está en Ahuehuepan. Allá festejaremos el Día del maestro.”
“¿Quieres que vaya por ti?”, le contestó medio adormilado.
“¿Para qué? Mejor dedícate a investigar tu chisme. Hazlo bien, porque si el maestro Javier se entera, chance hasta te demande.”
Al poco rato, Luis estaba dejando al niño a cargo de su suegra, quien vivía a dos casas de la suya. Pasó a su negocio para despachar algunos pendientes de impresión que debía entregar ese día y, con el sudor escurriendo por su espalda, tomó su auto para dirigirse al Parque Acuático “San Juan”, que está a quince minutos de la ciudad.
Tenía claro que aún no era tiempo de que su mujer y sus compañeros de trabajo arribaran al lugar, pero quiso anticiparse para ubicarse desde un lugar estratégico y vigilar, desde ahí, la convivencia de Francisca.
Al llegar, buscó un espacio cerca del tobogán y, protegido por unas plantas, se dispuso a esperar.
Mientras aguardaba, pidió en la tiendita que le llevaran un par de cervezas para aminorar los efectos de las que había ingerido el día anterior, con los maestros que él conocía y que lo habían invitado a jugar futbol, con la credencial de otro profesor que no practicaba ese deporte.
Después del juego (recordó), Marcos, un maestro de la misma zona escolar de su mujer, le había hecho insinuaciones sobre la infidelidad de Francisca, y fue el mismo Marcos, con ocho cervezas entre pecho y espalda, quien le había dicho: “Al parecer te engaña con Javier, el de los dientes de oro”.
No necesitó más ni esperó un minuto; con las palabras de Marcos zumbándole los oídos, se dirigió a su casa.
Ahora, regresando de sus pensamientos, con su desesperación quemándole el estómago, se levantó para recoger un mango que había caído y le había golpeado uno de sus hombros, y así: sin enderezarse, su mirada se impactó sobre dos figuras que en ese instante llegaban al lugar.
Francisca, en compañía, solamente, de Marcos, arribaba al balneario con evidente alegría y dispuesta a disfrutar de las frescas aguas de las albercas.
“¡Infeliz!” Gritó Luis, arrojando al piso el mango que había levantado, “Así que era cierto; pero no con el ‘dientes de fierro’, sino con el pinche de Marcos…”
Entonces, por correr hacia ellos, y sin fijar su atención más que en las dos personas que le hicieron explotar de coraje, no tuvo en cuenta a una pequeñita que se cruzó en su camino siguiendo una pelota que había salido de la alberca y, por no atropellarla, trastabilló bruscamente cayendo de frente y golpeándose en la boca sobre el borde del tobogán, de donde algunos niños saltaban hacia el agua.
Los paramédicos que llegaron en la ambulancia lograron salvarle la vida, pero no su matrimonio que cayó en el pozo profundo de la desconfianza.
Lo más lamentable para él, fue que, para recuperar su dentadura, tuvieron que hacerle incrustaciones de metal que le regalaron el apodo de “el dientes de fierro II”.