Por: José I. Delgado Bahena
En esta noche, en la que el bullicio de mi mente estropea mis sentidos y no me deja percibir más que una gran luz que se aproxima hacia mí, recuerdo…
“Mamá, soy gay”, le dije a mi madre con el corazón encharcado en la podredumbre de la duda, la vergüenza y el miedo por su reacción; pero no me ofreció ningún gesto extraño ni cambió el tono de su voz, solo detuvo el movimiento de su mano con la que llevaba a su boca la cucharada de la sopa que comíamos en esa tarde en la que, para variar, mi padre no había llegado aún de su trabajo.
“¿Eso qué?”, me interrogó con calma y con una mirada tenue, sin chispa.
“Pues… te estoy hablando de mi preferencia sexual, para que sepas que no me gustan las mujeres y que…”
“Eso ya lo sé”, me interrumpió. “¡Ay, Juanito, te conozco desde antes de que nacieras! Eso: de tu “preferencia sexual”, lo he sabido siempre, por más que has tratado de disimular; te he descubierto angustiado por fingir lo que no eres. ¿Tú crees que me tragué el cuento de que Danira, tu amiguita, era tu novia? No, mijo; en realidad te seguí el juego por tu padre, que no lo entendería.
“¿Y qué piensas de mí…?”, le pregunté con la voz entrecortada por esa declaración que me limpiaba el camino y me permitía seguir con el propósito de abrirme con mi familia y dejar de una vez el famoso closet.
“Nada, hijo”, me respondió inclinándose hacia mí y tomando una de mis manos. “No sabes cómo me duele esta confirmación, porque sé que vas a sufrir; nuestra sociedad aún no está preparada para aceptar estas “preferencias”, como les llaman; pero no pienses que yo te rechazaré, al contrario: te cuidaré más, porque necesitarás de mí.”
“¿Y cómo le digo a papá…?”, le dije con incertidumbre en mis palabras y con temblor en mis labios, por imaginar la escena con mi padre, de quien, por supuesto, no podía esperar la misma respuesta de mi madre.
“No te preocupes, yo le digo. Lo invitaré a una plática en el hospital. El médico Herrera es muy amigo mío y, como su enfermera, le pediré ese favor. Solo te recomiendo que por lo pronto no traigas a Saúl, él no es muy del agrado de tu padre y podría empeorar las cosas.”
“Pero…, esa es otra, madre: él y yo somos pareja. En el Tec ya todos lo saben, y no nos critican.”
“También yo ya lo sabía, hijo”, me dijo, soltando mi mano y levantando los trastos de la mesa. “Haz lo que te digo y espera a que yo te dé noticias. Mientras, lo más importante es que termines tu carrera y ya, cuando te mantengas, nadie podrá decirte nada, ni tu padre.”
Desde ese día viví esperanzado en la promesa de mi madre y estaba a la expectativa de cualquier señal que ella me diera para saber si papá estaba enterado. Él seguía con su rutina de verse, todos los jueves, con sus amigos, algunos maestros de la escuela donde trabaja, y Roberto, un señor que conoció en el taller donde lleva a arreglar su carro.
Mientras tanto, yo seguía con mi vida normal en la escuela. Saúl y yo seguíamos con nuestra relación, con sus altibajos, como todas las parejas; pero (al menos yo lo pensaba así) con el mismo amor que sentimos al declararnos abiertamente nuestros sentimientos y decidimos enfrentar al mundo y a nuestros padres.
Todo iba bien. Pero una noche en que, estando conectados a internet y nos comunicábamos por inbox, en el Facebook, Saúl me dijo que se iba a descansar, porque sentía mucho sueño, y se despidió sin un te quiero o un beso de buenas noches. Sinceramente, me sorprendió y me dejó sembrada la semilla de la desconfianza. Entonces, como si el diablo me hubiera murmurado al oído, recordé que sabía la contraseña de su perfil; entré en su muro para ver sus actualizaciones y me encontré con que había aceptado la amistad de un nuevo amigo: Luis Ángel.
Con mi corazón en la hoguera de los celos, abrí la conversación que había tenido con su nuevo amigo y leí, después del “hola”, una invitación para que platicaran en privado. Saúl respondió: “Espera, deja que me despida de mis amigas”.
A partir de esa noche nuestra relación cambió. Me evadía en la escuela y pretextaba cualquier cosa para no vernos por las tardes. Yo sentía que algo estaba pasando y, como para aclarar lo evidente, le pedí que habláramos. Saúl aceptó y, para tener privacidad, lo hicimos sentados en una de las bancas que están debajo de los grandes pistaches.
“Juan…”, me dijo, “…por favor, entiéndelo: he conocido a un chico y estoy saliendo con él; dame la oportunidad de tratarlo y de…” No lo dejé terminar. Con los ojos inundados, regresé al salón de clases donde Danira se acercó a mí al notar mi desconsuelo.
Por la tarde, como era jueves, mi padre llamó a la casa diciendo que quería hablar conmigo y dijo que pasaría en media hora por mí.
Llegó acompañado de su amigo Roberto; evidentemente, habían estado bebiendo. Me pidió que me subiera al carro. Ya en camino, me dijo que mi madre le había platicado de mi “problema”, que no me preocupara, que él me iba a ayudar.
Para mi sorpresa, condujo al auto hasta un lugar que todos conocemos como “La curva”, donde se practica la prostitución.
En el interior de “El Rinconcito” estaban sus demás amigos, tomando y acompañados de algunas muchachas.
“Marcia: lo que te dije”, le ordenó mi padre a una de las chicas. Ella tomó mi mano y me condujo hacia un cuarto maloliente, al fondo de la cantina. Adentro, ella se desnudó al ritmo de la música y me tocaba el cuerpo por todas partes. En ese momento entendí las intenciones de mi padre y salí, dejando a la joven en el privado.
Ya afuera, caminé por el periférico en medio de un aturdimiento fatal; después, al terminarse la curva, vi el destello, un carro enorme se acerca hacia mí.
Ahora, corro, con la desesperación en la punta de mis cabellos, hacia esa gran luz que me habrá de liberar de esta angustia que me asfixia.