Por: José I. Delgado Bahena

Se acercaba el fin de cursos y, aún cuando apenas era medio mes de junio y faltaban algunas evaluaciones, como los exámenes finales y las famosas pruebas Enlace y Universal, Esteban debía entregar ya los promedios finales al director de la escuela en la que laboraba como maestro de sexto grado. Las calificaciones de las boletas, aunque fidedignas, contenían una evaluación ficticia, la última, que había obtenido promediando las calificaciones de los otros bimestres, todo con la finalidad de adelantar los resultados que le permitieran tomar decisiones para el trámite de los correspondientes certificados.

“Maestro Esteban”, le había dicho su director, “…necesito, a la brevedad, que llene la forma REL porque el supervisor me está presionando mucho para la entrega de los certificados.”

De manera que la mañana de ese viernes, en que llegó Isabel preguntando por la situación de su hermano Raúl, quien, para Esteban, era el más atrasado del grupo, tuvo que fingir mintiéndole con una respuesta piadosa: “Aún nos falta el último examen”.

Isabel era una joven de veintidós años, cajera en la nueva plaza comercial y, esa mañana, para visitar al maestro de su hermano, eligió el vestuario que más provocativa le hiciera ver y se puso algunas gotas del perfume caro que había comprado a crédito en la farmacia de la tienda.

“Es que me gustaría saber cómo puedo ayudar a mi hermano para que supere el bajo promedio que lleva en los otros bimestres”, le dijo ella, sentándose en una de las sillas de los alumnos, quedando frente a Esteban; entonces, cruzando la pierna, agregó: “…usted dígame qué hago en casa con él o de qué otra forma podemos ayudarle.”

“¿Podemos…?”, se preguntó Esteban. No respondió. Se limitó a pensar cómo decirle a esta hermosa muchacha: “Tu hermano es un haragán y he decidido reprobarlo porque no estudia ni cumple con las tareas.”

Después de pensarlo dos minutos más, al fin habló: “Mira: lo que podemos hacer es que estudie mucho desde hoy para los exámenes que faltan, esperando que obtenga buenas calificaciones para que le ayuden a subir su promedio. Lo malo es que no tengo los materiales de estudio aquí, tendría que verte por la tarde para darte algunas copias y que los repase el fin de semana”.

“Está bien maestro, yo iré a donde usted diga”, dijo ella, levantándose y acomodando su bolso entre su brazo derecho y su costado.

“¿Qué te parece si te veo en el monumento a la bandera, frente a la ESPI, a las seis de la tarde?”

“Ahí estaré, maestro Esteban. Le agradezco el favor que nos hará para apoyar a mi hermano, tenga por seguro de que no me daré por mal servida.”

“No te preocupes. Ojalá aún podamos salvarlo porque, la verdad, está muy mal de calificaciones.”

Por la tarde, antes de la hora de la cita, Esteban se la pasó pensando sobre los resultados que traería esta conversación. De antemano sabía que poco podía hacer por Raúl, el único alumno que había decidido reprobar y de quien ya tenía llena la boleta con calificaciones reprobatorias. Además, estaba su esposa, Martha, quien trabajaba de enfermera en el ISSSTE y salía a las dos de la tarde, en el cambio de turno de la institución. Era la primera vez que pensaba en serle infiel, su conciencia le mordía la sangre pero pensó que valía la pena por estar (según él) un rato en los brazos de esa chica tan guapa.

Con el pretexto de ir a comer con su compadre Sergio, decidió salir antes de que Martha llegara a casa. Tomó un ejemplar de las guías de estudio que las editoriales les obsequiaban a los maestros de su escuela y salió hacia la calle. Aún anduvo rondando por el centro un par de horas, haciendo tiempo para que llegara la hora de la cita con Isabel. Cuando pensó que faltaba poco tiempo, llegó a una de las bancas del monumento, y esperó.

“Hola, profe”, le saludó ella, nuevamente arreglada con esmero especial y con la delicia de su perfume desbordando sus sentidos.

“Hola. Mira: te traje este libro para que estudie tu hermanito. Que lo resuelva por completo y el lunes se lo reviso.”

“Gracias… Esteban. ¡Perdón, se me salió! Discúlpeme. ¿Qué puedo hacer para que me perdone haberlo tuteado?”

“Pues… solo que me aceptes un café o un trago en algún restaurante…”

“Sí, como guste, vamos a donde usted diga.”

“¿A donde yo diga…?”

“Sí, ya lo dije; no puedo quedarle mal, por la ayuda que nos está dando.”

El lunes, aún recordando la agradable tarde que había pasado en los brazos de Isabel, Esteban se dirigió a la dirección de la escuela llevando entre sus manos la boleta de Raúl, la que, “por accidente”, se había echado a perder al derramar sobre ella una taza de café. Medio borrosa, se lograba ver una lista de seises, que suplían a los reprobatorios cincos, para que el alumno saliera aprobado aunque fuera “de panzazo”.

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