Por: José I. Delgado Bahena

“¿Sabes?”, me dijo él, un tanto nervioso y jugueteando con la envoltura del popote con el que se tomaba su frapé en el café donde nos vimos para que me platicara su historia, “no le guardo rencor. Dios sabe por qué permitió que sucediera aquello. Además, ahora no solo lo disculpo, quizá hasta se lo agradezco, porque me permitió definir mis intereses”.

“Mira”, siguió, mientras adoptaba un tono confidencial, acomodándose en su silla e inclinando el cuerpo hacia adelante, como para no levantar mucho la voz y yo pudiera escucharlo bien, “a mis doce años, recién inscrito en la secundaria, imagino que ya me proyectaba con mi inclinación sexual; porque mis compañeros me hacían muchas burlas en ese sentido; pero no me había definido, incluso hasta tenía mi noviecita, aquí: en la colonia”.

“¿Cómo pasó todo?”, le pregunté, tratando de conducir la plática hacia la experiencia que me quería contar para una historia del Manual.

“Pues… él tenía como veintidós años, solo había estudiado para técnico en informática y trabajaba en un cyber, por el centro. Andaba en planes de casarse con mi tía Concha, de la que después se divorció para casarse con su actual mujer, mi tía Lena. Yo me llevaba muy bien con él. Por ser hermano de mi mamá, entraba con mucha confianza a la casa; me llevaba al cine y, cuando eran los días de la Feria, no salíamos de allá”.

“Una noche que habíamos ido a ver una película al Cinema 80, me pidió que lleváramos a su novia, mi tía Concha, a su casa, en un vochito que tenía. Ella vivía en Tuxpan. Al llegar, y antes de bajarse ella del coche, se estuvieron besando mucho. Cuando regresamos, me pidió que me pasara al asiento de adelante. ‘Pinche Concha’, me dijo mientras se orillaba y se metía a una desviación que hay antes de cruzar el puente de la autopista, ‘me dejó bien caliente; préstame tu mano’. En ese momento tomó mi mano y la llevo hacia su pene que se sentía erecto debajo de la tela de su pantalón”.

“¿Qué hiciste?”, le pregunté al observar que se ponía nervioso y descargaba su mirada sobre el pasto del jardín de la cafetería.

“Nada. Él detuvo el auto en una curva de la vereda. Estaba muy oscuro y sentí un poco de miedo; no sé si por lo que él había hecho o por el ambiente solitario del lugar. Entonces, advertí en sus movimientos que bajaba el cierre de su pantalón y sacaba su miembro para masturbarse. En una de esas, tomó mi mano otra vez y me hizo que le ayudara”.

“¿Y luego? ¿Fue lo único que pasó?”

“No. Eso fue lo primero. Sinceramente, creo que me gustó, y él se dio cuenta, porque nos visitaba más seguido, sobre todo cuando sabía que yo me encontraba solo; porque mi papá se la pasaba trabajando en su taller mecánico y mi mamá iba todos los martes y jueves a unas reuniones de unos productos de perfumería que vendía. Entonces, pasó de las masturbaciones a otras cosas, que me ‘obligaba’ a hacerle, y en varias ocasiones abusó de mí”.

“¿Pero no les dijiste a tus padres lo que pasaba?”

“No. Como te dije: sinceramente, me gustaba. Ahora entiendo que fue un abusador conmigo, pero no lo acuso. A mis veintiocho años, razono bien las cosas y, aunque sé que yo era un chamaco, no estaba tan cerrado de ojos”.

“¿Durante cuánto tiempo abusó de ti?”, le pregunté realmente interesado por saber el curso que había tomado su historia.

“Como un año. Luego se casó con mi tía Concha, tuvieron un hijo y se fueron a vivir a Cuernavaca, donde su suegro tenía un negocio de zapatos y se fue a trabajar con él”, me dijo mientras respondía un mensaje que le había llegado en su celular; enseguida continuó:

“Cuando mi tío se divorció de mi tía Concha, se regresó a vivir a Iguala; pero no se vino solo, se trajo a Javier, mi primo, que en ese entonces tenía cinco años de edad, y se los encargó a mis padres, mientras rehacía su vida. Yo ya tenía dieciocho años, acababa de terminar la prepa y, como estaba esperando los resultados de un examen que había presentado en la UNAM, tuve tiempo para dedicarme a cuidar a mi primito y a llevarlo al jardín de niños. Javier se quedó como un año con nosotros y, como tuve que esperar otra oportunidad para presentar otra vez el examen, conviví mucho con él”.

“Cuando mi tío se volvió a casar, se llevó a Javier para que lo cuidara mi tía Lena. Yo entré a la Universidad y me fui al entonces Distrito Federal. Hace dos años regresé, ya como ingeniero, y volví a convivir con Javier, que ya era un adolescente.

“¿Y tu tío, ya no te buscó?”

“No. Bueno, en plan sexual, ya no. Solo cuando salíamos a algún lado, pero íbamos con otros familiares”.

“Pero, ¿por qué decidiste hacerme esta confidencia? Yo pensé que estabas inconforme con él”.

“No. ¡Cómo crees! Para nada. Al contrario: le agradezco dos cosas: que me haya inducido a descubrir mi preferencia sexual, y su comprensión. Javier, mi primo, tiene ya casi dieciséis años y un día descubrimos que nos gustábamos e iniciamos una relación. Decidimos platicarle a mi tío y él nos ha dado su apoyo total”.

“¿Y Javier, cómo descubrió su preferencia?”

“¿Por qué no le preguntas a él? Mira: ahí viene”, me respondió mientras señalaba hacia el pasillo de la cafetería donde un jovencito, con uniforme preparatoriano, se acercaba a nuestra mesa.

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