Por: José I. Delgado Bahena

Así es, Dianita, con la pena… ahora sí, como decía mi abuela: “Me pelas los dientes”. Claro que ella no te habría tenido tanta paciencia, como yo la tuve, para aguantar todos tus desplantes y tus agravios; incluso, a pesar de Rafita, nuestro hijo, quien ninguna culpa tiene de que el amor que hubo entre tú y yo se haya transformado en puros pleitos. No, ni él tenía por qué enterarse de tus menosprecios y de las cornamentas con las que adornabas mi frente. Ora sí, como la obra de teatro que pusieron los de “Dionisos”: “Solo para ardidos”; para mí, pues, por eso me dijiste:

“Tienes que verla, está muy buena, te la pasas risa y risa.”

Y yo: de tarugo, ahí voy la semana pasada, con mi cara de menso, a ver la obra. Todos los que nos conocían nomás volteaban a verme cuando salía un personaje cornudo; luego se veía que sabían tu rollo y el desmadre que andabas haciendo en las calles.

Y me duele eh, de veras, me duele lo que te pasa. Pero, ¿sabes?, no importa, porque tal vez ya no te amo. Fuiste muy hábil, lo reconozco, para hacerme caer en tu telaraña, como mosca distraída; tuviste la mejor de las armas para ganar en mi guerra y poner el resultado a tu favor, pero con lo que hiciste, se apagó la llama.

No me arrepiento Diana, ¿pa qué?, pasó lo que tenía que pasar, hasta esta forma de sacarte de mi vida, de nuestra vida, es por mi culpa; todo lo que nos pasaba era por mi culpa, lo sé, siempre lo dijiste.

“Me embaracé por tu culpa, dejé la escuela por tu culpa, mis papás me corrieron por tu culpa, tengo anemia por tu culpa, tengo un hijo por tu culpa…”, siempre me lo restregabas y me duele, me duele recordar todo eso porque, con esas acusaciones, el amor que te tuve se fue transformando en odio, en distanciamiento, en indiferencia, en dolor…

¿Sabes qué se siente cuando el amor duele? Tal vez no, Diana, porque de saberlo habrías tenido para mí, al menos, la atención de escucharme, de darme por mi lado mientras se me pasaba la borrachera cuando te fui a buscar en la casa de tus padres, donde te habías ido a meter con todo y Rafita.

“No sé por qué diablos caí en tu juego…”, me dijiste, “…estás bien dañado, vete a que te atiendan, ¿para qué me buscas si ya tienes a tu vieja y hasta otro hijo? Por favor, deja de meterte en mi vida, ¡lárgate ya para siempre!”, me gritaste, me insultaste y estrujaste mi alma con tus palabras.

Fue muy duro, Diana, te lloré, me humillé, mis rodillas probaron el pavimento de la calle y mi condición de hombre se descalabró con la pedrada de tu rechazo, de tu rencor y de tu egoísmo.

Y te grité mi amor, te regalé, borracho como estaba, mi advertencia de quitarme la vida si no me dabas, al menos, la promesa de otra oportunidad para volver a estar juntos.

“Con la pena…”, me dijiste tirando al piso el frasco de diazepam que le volé a mi madre del mueble de su recámara y subiste la escalera de tu casa, dejándome tirado en el charco de tu desprecio, “… hazlo, quiero ver si de veras eres tan hombre, porque tú, a mí, ya no me interesas”, me gritaste desde tu ventana.

Eso fue lo peor. No me veas así, con esas miradas que parecen dagas, no vas a convencerme de nada. Ya no. Ahora sí, como dice mi madre: “A este santito le llegó su fiesta”.

Además, Diana, si me salvé de la intoxicada con las pastillas, fue por ti. ¿Para qué me estuviste marcando a mi celular cuando había vaciado todo el frasco en mi estómago? Gracias a tus llamadas, mi tía Rodolfa se alertó y entró a mi cuarto; me encontró tirado, en el piso, con una de tus fotos en mis manos. Inmediatamente le habló a mi mamá y me llevaron al hospital donde, después de varios lavados y tratamientos, lograron que me recuperara.

Te arrepientes, ¿verdad? Todavía no sé para qué me salvaste, aunque no haya sido tu intención. ¿Para esto? No creo. Y mi madre me consiguió unas consultas con un siquiatra para que te sacara de mi vida, ¡ja!, creo que lo logró eh, porque con sus terapias me dio fuerzas para tomar esta decisión.

¿Tienes miedo? ¿Por qué te brillan los ojos? No te preocupes, ya te voy a desatar los pies, tienes que ayudarme, vas a caminar hasta el auto; solo esperaremos un poco más hasta que se haga de noche.

Con la pena Dianita, hoy por fin saldrás de mi vida, solo así podré sacarte también de mi corazón. Por Rafita no te preocupes; de por sí, siempre lo han cuidado tus padres. Por mí, menos; me entregaré a la policía y confesaré todo, aunque podría hacerlo pasar por un accidente. Hasta pensé que podría llenarte la panza de tequila y tirarte a la laguna, para disimular; pero no, no tiene caso…

Creo que ya es hora, te desataré los pies. Con la pena, Dianita, hoy, por fin, dejarás de ser mi tormento.Manual para Perversos

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