Por: José I. Delgado Bahena

Esto pasó hace casi un año, en la Semana Santa. No me arrepiento de nada porque, a pesar de todo, esta experiencia me dejó una gran huella. Félix es un maestro para muchas cosas; pero para el sexo es el mejor.

A él lo conocimos desde la secundaria. Beto y yo íbamos con él, en el mismo grupo. En aquella época convivimos muy poco, pero cuando nos encontramos en la comunidad religiosa donde nos congregábamos, todos los viernes, un grupo de amigos que, por parejas, asistíamos a relajarnos de nuestros problemas conyugales y familiares, comenzamos a relacionarnos más y terminamos siendo amigos de él y de su esposa.

Después de visitarnos en nuestras casas, la familiaridad que tuvimos nos llevó a ser compadres. Félix y Amalia nos pidieron que fuéramos los padrinos de primera comunión de Toñito, su hijo menor de nueve años.

Cuando Amalia nos pidió, en nombre de los dos, que apadrináramos a su hijo, Beto respondió inmediatamente que sí y se alegró mucho.

Félix trabajaba en una fábrica donde hacen pantalones, que está por el periférico, y en sus días de descanso nos invitaba a salir en su “datsun”. Íbamos a comer a Tuxpan, junto a la laguna, y nos quedábamos un rato allá, hasta que se metía el sol, disfrutábamos de los paisajes y nos tomábamos fotos.

Fue allá cuando Amalia nos pidió lo del compadrazgo. Ya había pasado la puesta del sol y estaba casi a oscuras. Entonces, Félix dijo: “Esto merece que nos demos un abrazo”.

Ahí fue cuando empecé a darme cuenta de las malas intenciones de Félix; porque, cuando me abrazó, dejó caer su mano derecha sobre mi nalga izquierda y me la apretó, al fingir que se resbalaba.

Yo no dije nada porque pensé que había sido una mala percepción mía, y me aguanté. Sin embargo, eso me hizo estar alerta y a la expectativa sobre su comportamiento conmigo y, disimuladamente, me di cuenta de que en las reuniones me veía mucho las piernas y se asomaba por el escote de mi vestido.

Yo disimulaba porque, precisamente, estábamos en ese grupo por recomendación de doña Chole, mi suegra, que veía cómo peleábamos Beto y yo, por culpa de que él tomaba mucho, y nos convenció de que fuéramos ahí para que él dejara de tomar y arregláramos nuestro matrimonio.

Entonces, yo le oculté a mi marido lo de las perversidades de Félix y seguí con el plan del compadrazgo.

Beto trabajaba, en ese entonces, de mesero en un restaurante del centro; de manera que a veces llegaba ya muy noche. Lo bueno es que ya no se emborrachaba, pero seguía con sus celos, y cuando nuestra hija de ocho años se iba a dormir, comenzaba con sus reclamos. Yo lo evadía porque eran puros falsos, si hubiera querido, desde cuándo le habría sido infiel, porque oportunidades no me faltaban, pero me detenía por mi hija.

Lo malo fue que Félix y Beto comenzaron a convivir más y, como no tenían firme su propósito de ya no emborracharse, comenzaron a planear la briaga que se iban a poner el día de la primera comunión de Toñito.

Así fue. Después de la ceremonia, que se llevó a cabo en el huerto de la iglesia, nos invitaron al chocolate y nos comprometimos a estar desde temprano en la casa de nuestros nuevos compadres para comer juntos. Ellos tuvieron otros invitados e hicieron una pequeña fiesta con su modular y dos hieleras que tenían con cervezas.

Durante la fiesta, con frecuencia escuché que Félix les decía a los invitados: “Chúpale pichón”, al tiempo que levantaba su cerveza y animaba a las personas a que tomaran más. Tal vez por eso, por las cervezas que se había tomado, Amalia se puso muy comunicativa y me dijo, en secreto: “Pinche Félix, nomás le gusta emborrachar a la gente; él se toma una pastilla para no empedarse; ah, ya me di cuenta de que le gustas a mi marido… pero no hay fijón, amiga, si tú quieres, te lo presto”, me dijo abrazándome y pegando su frente sobre mi cara.

“¡Cómo crees!”, protesté poniéndome de pie, “le diré a Beto que mejor ya nos vayamos”.

Así fue. Mi marido me hizo caso y nos fuimos a la casa; pero, como una hora después llegó Félix con una botella de tequila.

“¿Qué pasó, compadre?, me dejaste a medios chiles”.

Beto y Félix se pusieron a tomar, pero el compadre salía a cada rato con su frase: “Chúpale pichón”, de manera que al poco tiempo mi marido estaba bien borracho y se quedó dormido en la sala. Entonces, yo levanté los vasos y los platos de la botana que les había puesto y los llevé a la cocina.

Estaba por lavar los trastes cuando Félix me llegó por la espalda y me abrazó. La verdad, no supe qué pasó, no tuve iniciativa para rechazarlo y él comenzó a morderme el cuello y a jugar con sus manos en mis pechos. Ese fue el principio. Lo demás fue mucho mejor, y terminamos trapeando la grasa del piso de la cocina.

Cuando Félix se fue, como pude desperté a Beto y lo llevé a la recámara.

Ahora entiendo el dicho que dice: “Compadre que no se le arrima a la comadre, no es compadre”.

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