Por: José I. Delgado Bahena

Esto solo les pasa a los “rabos verdes” como yo. Pero, sinceramente, vale la pena correr estos riesgos; por beberse la vida sobre la piel de una dieciochoañera, definitivamente el precio es justo.

Pero, la culpa es de Gabriel, porque cuando egresamos de la UNAM, me tiró una advertencia que más bien se me convirtió en sentencia. Él me dijo:

“Pinche Enrique, nomás no vayas a seguir con la costumbre de aquí, que puras de primer semestre agarrabas.”

Yo le dije: No, cómo crees… En cuanto tenga trabajo, me casaré y dejaré de andar de loco.

Esta fue la sentencia: “Mientras, seguirás con chavitas, ¿verdad?”

No le respondí. Solo sonreí, pero así fue.

La verdad es que todo se me facilitó porque, con mis conocimientos en sistemas computacionales y con un recurso económico que me prestó mi padre, me las ingenié para poner un cyber cerca de esta escuela donde asisten a clases un buen de chavitas guapas y, con el pretexto de apoyarles para buscar información en Google o para hacer sus páginas en las redes sociales, se propiciaba el acercamiento con ellas y me permitió emplear mis mejores estrategias para enamorarlas.

Claro que, en ese entonces, aún era joven; a mis veintiocho años bien podría pasar por un chavo de veinte. Pero cuando me casé y llegaron los hijos, entonces sí me empezó a cambiar la fisonomía y aparecieron las canas; y ni así dejé de acercarme a las chicas.

Mi cyber se había hecho popular entre las chavas, principalmente, y algunas llegaban descaradamente en plan de coqueteo con el propósito (supongo) de que no les cobrara el tiempo en que se conectaban a internet.

Cuando esto ocurría, con cualquier pretexto me acercaba a sus máquinas para, disimuladamente, ver su perfil de Facebook, y desde la mía les enviaba invitación. Casi siempre aceptaban y por ese medio entablábamos una conversación que con frecuencia continuaba en la calle, en el café o en el hotel.

Cuando me casé, me hice la idea de parar con eso; al paso de los años lo había conseguido, de no ser por Jimena, una chava de preparatoria que primero me dio entrada y después se hizo la difícil. Entonces pensé: “Ésta es la última, solo para vencer el reto, y ya me dejo de estas vaciladas.” Además, Denisse y Laurita, mis dos hijas, ya estaban grandes, iban también a la prepa y no era fácil inventar excusas para salirme de casa mientras Laura, mi mujer, estaba trabajando.

De cualquier forma, Jimena aparentaba veinte años y no los diecisiete que en realidad tenía, así que no me sentía tan mal cuando logré que saliera conmigo, a mis cuarenta y cuatro cumplidos. Desde que la traté me di cuenta de que era una chica muy especial: inteligente, atrevida, soñadora, comprometida consigo misma y con los demás.

La mejor estrategia para lograr aceptación, que yo utilizaba con las chavitas, era darles por su lado y fingir que estaba de acuerdo con sus gustos y sus ideas, sus aficiones y sus vicios. Si ellas querían ir al cine a ver una película absurda de artistas de moda, ahí estaba riéndome como tonto; si se les antojaba ir a la disco o a un bar a echar una cantada, ahí me veían gritando la canción “40 y 20”, para que vieran que pensaba en ellas.

Así traté de ser con Jimena, ni modo de cambiar, si lo que había hecho antes me dio muy buenos resultados. La diferencia fue que a ella le interesaba aprender todo lo relacionado con mi negocio, “Para que te ayude”, me dijo. Eso hizo que me sintiera halagado, ya que las demás priorizaban sus intereses y sus necesidades, pero mi trabajo les aburría. Para lo único que utilizaban la computadora era para navegar en las redes sociales y hacer miles de amigos con los que compartían puras cosas banales.

En cambio, Jimena aprendió a usar photoshop y otros programas de diseño y actualizaciones de softwares que los clientes nos pedían. Pasaba gran parte del tiempo conmigo en el cyber y tuve que inventar a mi familia que estaba haciendo su servicio social, para que no les extrañara el verla tan seguido ahí. Luego, cuando cerrábamos el negocio, la llevaba a su casa.

Con esta convivencia, me fui enamorando de ella, así que un día le pregunté si estaría dispuesta a vivir conmigo.

“¿Para qué?”, me contestó, entrecerrando los ojos, con otra pregunta.

“Para que ya no tenga que llevarte ni andarnos escondiendo”, le dije.

“¿Estarías dispuesto a divorciarte y a mostrarme ante los demás como tu mujer?”, me interrogó viéndome fijamente a los ojos.

“Sí, si tú me aceptas, a los demás no les quedará más que aceptarlo también”, le dije enfático.

“¿Qué te parece si lo platicamos mañana ante un capuchino?”, concluyó.

Al siguiente día, cuando llegué al café que está en el centro, en una plaza comercial, me extrañé de encontrarla con mi hija Denisse, ya que no sabía que fueran amigas, aunque estudiaban en la misma escuela; además, las acompañaba su maestro de contabilidad, un hombre como de cuarenta años a quien conocí en una visita que hice a sus alumnos para promover mi cyber.

Después de los saludos, fue Denisse la que habló y sapos y ranas salieron de su boca.

“Papá”, me dijo mientras tomaba la mano de su maestro, “Samuel y yo somos novios y queremos saber qué piensas de nuestra relación”.

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