Por: José I. Delgado Bahena

Al llegar a su casa, después de un supuesto viaje de trabajo, Gildardo se encontró con una declaración insospechada por parte de su mujer:

“Por cierto”, dijo Débora, “ayer descubrí que te quiero.”

“¡Cómo!”, exclamó Gildardo, “pensé que desde hace tres años me lo habías dicho…”

“Claro: te lo había dicho; pero no era cierto. Sin embargo, ahora ten la seguridad de que soy sincera. Te quiero y deseo que nunca nos separemos”, dijo ella mientras desempacaba la maleta de él y depositaba la ropa sucia en el cesto.

“Entonces, ¿ahora debo aceptar que me quieres y, al mismo tiempo, que durante más de mil días viví en el engaño?” Preguntó Gildardo con desaliento. “¿Y cómo fue que descubriste que me quieres?”

“Fue muy fácil”, contestó Débora, con una leve sonrisa y entrecerrando los ojos: “ayer, cuando me llamaste por teléfono para anunciarme que volvías, yo tenía una cita con Fer, Fernando, tu amigo, y de inmediato le llamé para cancelarla, porque mis manos sudaban y mi corazón palpitaba más rápido y, además, corrí al espejo para ver si estaba bonita”.

“Ah, ¿y si no hubiera llamado?”

“También es muy fácil: habría salido con él”, respondió Débora depositando la maleta vacía en el armario.

“Pero, es horrible…”

“¿Por qué? ¿Prefieres que te mienta y te diga que durante tu viaje estuve triste, sin salir y solo pensando en ti?”

“No. No lo digo por ti”, contestó Gildardo sentándose en la orilla de la cama.

“¿Entonces…?”, preguntó Débora abriendo mucho los ojos, esos ojos grises de los que Gildardo se enamoró y lo motivaron para pedirle que se casaran.

“Lo siento por mí…”

“¿Por qué por ti?”, le interrogó ella sentándose a su lado.

“Porque siempre he creído en la fidelidad y cuando me fui te dije que iba a reflexionar sobre lo nuestro, ¿recuerdas?”

“Sí, claro. Entendí que nuestros constantes pleitos te habían cansado y pensé que querías que nos reconciliáramos.”

“No. En realidad quise pensar cómo decirte que amo a otra persona, para no engañarle ni seguir mintiéndote a ti. Pero ahora ya no tiene caso”, dijo Gildardo poniéndose de pie y dirigiéndose hacia la ventana.

“¿Porque te dije que te quiero, piensas que debemos seguir juntos?”

“No.”

“¿Entonces?”

“Lo digo por mí y por la otra persona. Tú, en realidad, ya no me interesas.”

“Pero… ¿de qué se trata? No entiendo.”

“No es necesario que lo entiendas”, dijo Gildardo, ahora con un nudo en la garganta al mismo tiempo que unía sus manos enlazando los dedos para no mostrar que temblaba.

“Si es por Fernando, no te preocupes, no pienso volver a verlo.”

“No es necesario que te sacrifiques, yo tampoco pienso volver a verlo…”

“Bueno, al menos dime quién es ella.”

“No me escuchas, ¿verdad?”, le dijo con un tono de amargura.

“¿Por qué lo dices?”

“Dije que tampoco pienso volver a ver a Fer-nan-do…”

“¿Por qué lo dices?”

“¡Chingá, haz otra pregunta!”

“No grites, es que no entiendo…”, suplicó Débora, un poco asustada por la reacción de Gildardo.

“¿Es que no te das cuenta?”, le explicó él buscando su mirada, “Creí que Fernando y yo nos amábamos, pero supongo que me buscó solo para poder acercarse a ti…”, su voz temblaba y un par de lágrimas escurrieron por sus mejillas.

“No llores. Estoy muy confundida. ¿De manera que tú y Fer…?”

“No lo digas. No tiene caso. Me voy, te dejo con él”, decidió Gildardo dirigiéndose a la puerta.
“No. No te vayas, te amo. Fernando no me interesa.”

“Ahora soy yo el que no entiende. Cuando nos casamos creí que amabas al hombre que yo era, y ahora me confiesas que no era así; te digo que amo a un hombre… ¡y me pides que me quede!”

“Sí. Solo dime que un día me quisiste y con ese pedacito de cielo nos cubriremos de esta nostalgia mientras nos llueve el arrepentimiento.”

“Es horrible… no sé si lo supere.”

“No pienses”, dijo Débora acercándose a Gildardo para tomarle una de sus manos. “Solo espera. Mañana será otro día.”

“Sí, mañana…”, dijo él, mientras, con la otra mano tomaba de su bolsillo derecho el anillo de matrimonio que se había quitado antes de entrar a la casa y, disimuladamente, se lo colocaba otra vez en el dedo medio. En ese momento sonó el teléfono.

“¿Sí…?”, respondió Débora la llamada, “¿quién lo busca? ¡Ah, eres tú! Permíteme. Es Fernando, quiere hablar contigo.”

“¿Qué pasó…?”, preguntó Gildardo, “sí, ahí te veo”, dijo, y colgó.

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