Yo me opongo

Por: José I. Delgado Bahena

Aquello que vivimos entre mi novio, su amigo Adrián y yo, en esa época en la que creíamos que todo era color de rosa, me dejó con un tatuaje en el paladar que, ahora que lo recuerdo, aún me amarga la boca y se me entume la lengua.

Yo vivía mi relación con Luis, los dos estudiábamos en la UT, nos teníamos mucha confianza y sentía que me quería.

Él era originario de Taxco y, como no tenía familia aquí, pues tuvo que rentar un cuarto, junto con otro de nuestros compañeros, en una colonia que está cerca de la escuela.

Fue así como conocimos a Adrián.

Cuando comenzó el último semestre de la carrera, él andaba en busca de un lugar dónde rentar y Luis le ofreció compartir el cuarto para ayudarse con la renta y los gastos comunes, ya que Adrián venía de Xalitla.

Luis y yo salíamos al menos dos veces por semana, cuando no teníamos muchos trabajos de la escuela, e íbamos al cine, a algún balneario o simplemente a dar la vuelta al zócalo.

En algunas ocasiones, en que Adrián se iba para su pueblo, Luis y yo nos pasábamos las tardes en el cuarto que rentaban, oyendo música y disfrutando de nuestra correspondencia sexual, con las debidas precauciones, claro.

En la escuela, los alumnos decidieron formar un equipo de futbol y lo inscribieron en una liga de Iguala, para que participaran representando a la Universidad. Adrián y Luis fueron seleccionados para formar parte del equipo y dos veces a la semana tenían que entrenar para los juegos de cada sábado.

Entonces, con mucho desagrado vi que nuestros paseos disminuyeron; pero, como no pude vencer al enemigo, mejor me les uní y los acompañaba a los entrenamientos y a los juegos. Había ocasiones en que Luis me pedía que no fuera, porque los muchachos planeaban emborracharse después del partido y luego no podría llevarme a mi casa.

La verdad, a mí el futbol me interesaba solo porque hay jugadores que tienen buenas piernas y pues, iba a ver jugar a mi novio, pero también a echarme mis “tacos de ojo”.

Fue ahí cuando me di cuenta de que Adrián no estaba tan mal. En una de esas, en la que se quitó el pantalón para ponerse el short, se quedó en puro bóxer y pude ver que se le notaban muy bien sus cualidades. Creo que él se dio cuenta que lo estuve observando porque antes de ponerse su playera, se acercó a darme una pulsera que se había quitado, para que se la guardara, pero llevaba parte de su bóxer por arriba de la cintura y, no lo puedo negar, me pareció muy sexi.

Esa imagen de Adrián se me quedó impregnada en la piel; por eso, cuando, en una ocasión que Luis estaba muy borracho y a mí se me hacía tarde, le pedí que me llevara a mi casa. Luis ni caso hizo. Le dije que me iría con Adrián, solo me dio un beso y siguió bebiendo.

Al llegar a mi casa y ver las luces apagadas, supuse que mis padres aún no habían regresado de una salida que tuvieron a Cuernavaca; eso me motivó para invitar a pasar al amigo de mi novio. Adrián aceptó y, sin preámbulos, le dije que me gustaba y lo conduje a mi recámara.

“¿Y Luis?”, se atrevió a preguntar.
“Yo no diré nada. ¿Tú sí?”, le dije mientras le quitaba los tenis que se había puesto en lugar de los zapatos de futbol.

No respondió. Se tendió boca arriba sobre mi cama y se dejó hacer. Con su complacencia me demostró que yo no le era indiferente y, la verdad, aunque fue un poco torpe, lo disfruté mucho.

Lo único que me sacó de onda fue que en esos momentos de pasión me dijera: “Te quiero, Ana” y otras cosas bonitas que me gustaron. Yo guardé silencio, para no incomodarlo. Todavía, cuando se despidió, me besó en la boca y me dijo: “¡Gracias!”

Ese “gracias” lo entendí hasta después, cuando estuve a punto de casarme con Luis.

Al terminar nuestros estudios, Luis y yo seguimos con nuestra relación y buscamos trabajo. La suerte nos favoreció y nos lo dieron en una farmacia nueva que abrieron por el centro. Entonces decidimos casarnos y planeamos todo lo de la boda.

Por supuesto, en la lista de invitados estuvo Adrián, quien se había regresado a Xalitla; pero supe que de vez en cuando iba a ver a Luis, a Taxco, para convivir y emborracharse.

El día de la boda por la iglesia, Adrián estaba sentado como en la tercera banca; por eso, cuando el cura dijo: “Si alguien tiene algo que decir para impedir esta boda, que hable ahora o que calle para siempre”, pude escuchar el tono de su voz, claro y fuerte, con tres palabras que me consternaron: “¡Yo me opongo!”.

Todos volteamos a verlo. Él se levantó, caminó hacia nosotros y con ojos llorosos, nos dijo:

“Discúlpame Ana. De verdad lo siento, te quiero como una buena amiga; pero a ti, Luis, sabes que te amo. Los meses que vivimos juntos, y todo lo que pasamos, no puedo arrancarlos de mi alma. Si lo que me juraste un día, fue cierto, no te cases.”

Luis no respondió nada, me regaló una mirada triste y, ante mi desaliento y el estupor de nuestros amigos y familiares, salió de la iglesia seguido de su amigo Adrián.

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