Viceversa

Por: José I. Delgado Bahena

La primera vez que Lorena, mi hija, me vino con la queja de que Gustavo le había pegado, me dije que algún día iba a encontrar la mejor forma de cobrarle a mi yerno todas sus agresiones y sus malos tratos hacia ella.

En aquella ocasión, cuando mi Lore llegó con sus ojos morados, disimulados con unos lentes enormes y oscuros, todavía pensé que ella se dejaba llevar por los chismes que siempre le llevaban sus compañeras del banco donde todavía trabaja; con frecuencia me decía que la odiaban porque tenía muchas preferencias de parte del gerente, y por eso le inventaban cosas.

Entonces, como Lorena se dejaba envenenar el alma con los embustes sobre Gustavo, llegando a la casa le reclamaba, y él, sintiéndose ofendido, primero la insultaba y después le pegaba.

Claro que ella nos ocultaba sus problemas con mi yerno, pero yo lo sospechaba; siempre mantuve una sana distancia y solo le comentaba a Carlos, mi marido, cuando ya estábamos en la cama, sobre lo que pasaba en el matrimonio de nuestra hija; él tampoco hacía mucho caso y solo exclamaba: “¡Déjalos, ellos sabrán cómo arreglan sus broncas!”
A mí sí me preocupaba, pero no hacía nada porque pensaba que eran los riesgos que ella había decidido correr al casarse tan chamaca, a los diecisiete años, con Gustavo, quien es maestro de una escuela secundaria de la ciudad.
Ella había sido su alumna ahí, en la secundaria, y él le siguió la pista cuando entró a la prepa, la enamoró y se casaron. Al siguiente año nos hicieron abuelos.
“¡Tan joven y ya eres abuela!”, me decían mis amistades. Bueno, a mis treinta y ocho años, uno menos que Carlos, creo que aún me conservo bien; pero ya con una nieta, como que me empecé a sentir más vieja.

De cualquier manera, yo vivía inconforme con la tristeza de mi hija por la situación que vivía y siempre que me visitaba le preguntaba cómo seguían las cosas en su hogar. Ella me decía que estaba muy bien; pero cuando llegó con sus ojos hinchados, como carne de puerco apestosa, y me contó lo que le había hecho, me convencí de que debía hacer algo.

Primero hablé con él.

“¡No, cómo cree suegrita!”, me dijo, ofendido por mi pregunta. “¿¡Eso le dijo!? No, yo soy incapaz de tocarla, se cayó en el baño…”, concluyó con tal firmeza que hasta dudé de la palabra de Lorena.

Sin embargo, como para no quedarme con tanta incertidumbre, comencé a vigilarlo desde que salía de sus clases. Algunas veces se quedaba en las bancas del monumento, platicando amenamente con algunas muchachas de su escuela; otras, se iba en compañía de su amigo Luis, hasta su auto, que dejaba estacionado a media cuadra, pero hubo algunas en que se iba con una compañera suya a una pozolería que está en la Burócrata, y de ahí se dirigían a un hotel por la salida hacia Taxco.

Desde ese momento, en que comprobé la infidelidad de mi yerno, mi mente entró en un remolino que me revolvía las ideas y no lograba ponerlas en orden para saber de qué manera iba a conseguir que mi hija se sintiera apoyada por mí.

Como para asentar mis pensamientos y conducirlos hacia posibilidades concretas, le llamé a Gustavo a su celular y le pedí que nos viéramos para platicar. Él aceptó y me invitó a tomar un refresco en un bar que apenas abrieron por el panteón. Cuando llegué, él se encontraba ahí, tomándose una cerveza en una mesa apartada, casi en el rincón.

De inmediato me interrogó sobre el motivo de mi petición. Cuando le dije que sabía lo de sus escapadas con su compañera, al hotel, no mostró ninguna reacción, como si eso fuera muy natural y no le importara el saber que lo había descubierto.

“¿Y…?”, me preguntó con descaro.

Ante tanto cinismo, me avergoncé de estar sentada en ese lugar con semejante barbaján. Me pregunté qué vio mi hija en ese hombre tan insensible y, para desahogar mi frustración, me tomé el tequila que le había pedido al mesero.

“¿Gusta otro, suegrita?”, me preguntó con una sonrisa que no entendí. Sin esperar mi respuesta, pidió otra cerveza para él y otro tequila para mí.

“¿Por qué le haces eso a mi hija?”, le pregunté cuando teníamos ya seis bebidas en el estómago.

“Porque no soy egoísta. ¿Por qué negarles el derecho a otras de disfrutar lo que tengo?”

“¿Y… qué es lo que tienes, que te causa tanto orgullo?”, le pregunté espantada de que me hubiera atrevido a hacerle tan tremenda cuestión.

“Pues… si gusta vamos a un lugar donde pueda demostrarle mi orgullo…”, me respondió recorriendo mi cuerpo con su lasciva mirada.

No dije más. De un tirón, tomé mi bolso y me levanté de mi asiento. Él dejó un billete sobre la mesa y salió detrás de mí.

El hotel al que me llevó es de lo más corriente, pero al menos conseguí su promesa de que, a partir de entonces, sería más amable en su trato con mi hija.

No cabe duda: nadie sabe lo que un hijo puede hacer por su madre, y viceversa.

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