Ratón tierno

Por: José I. Delgado Bahena

“Eres un ratoncito tierno”, me dijo Amalia la primera vez que pudimos platicar a solas, mientras Karla se bañaba para salir los tres e ir al cine.


“¿Por qué me dice eso?”, le pregunté, un tanto incómodo por el tono que utilizó al decírmelo; además, porque en su voz advertí cierta tristeza, o no sé, algo así como romántico, no sé…


“Porque eso eres. A tu edad, cualquier gata te atrapa”, me respondió con el mismo tono que en ese momento no interpreté.


Lo que sea, en aquella época, a mis diecinueve años, y después de cinco meses de ser novio de Karla, no me iba tan mal. Yo trabajaba, desde hacía un año, como posturero de una unidad de transporte de la ruta Tomatal-Iguala y, en esa época, a todos los choferes nos iba muy bien, porque no habían entrado tantas unidades, como ahora. De manera que me daba mis lujos con lo que sacaba en los cuatro días a la semana que manejaba la combi, y por eso podía invitar, de vez en cuando, a mi novia y a su mamá, al cine.

A Karla la conocí una tarde que se subió en la parada de la Dina porque, según me dijo, vivía en la Floresta. Desde que acomodó su hermoso cuerpo en el asiento delantero, que llevaba desocupado, porque le ponía seguro a la puerta de la combi y no permitía que se subiera adelante ningún güey y ninguna señora gorda, supe que de ese aroma, del caro perfume que se ponía, y de su cabello húmedo, viviría yo enamorado como un tonto y ella sería mía para siempre.

En esa tarde, y con el pretexto de una canción que tocaban en el radio que yo llevaba prendido en la unidad, ella me hizo la primera plática, al preguntarme quién la cantaba, y terminó cuando se bajó, en el centro, después de que intercambiamos nuestros números de teléfono.

Como a los tres días le llamé y comenzamos a tener una relación común y corriente, como casi todas las relaciones. Lo inesperado fue como a los tres meses de novios, cuando me invitó a conocer a su mamá. Ya no vivían en la Floresta, se habían cambiado a una colonia nueva, por Pemex, porque sus padres se separaron.

Desde que llegué, Amalia, su madre, me barría con la mirada y me hacía sentir incómodo al advertir que se detenía mucho en mi entrepierna. Al principio pensé que eran alucinaciones mías que me hacían pensar que la señora me tiraba la onda; pero, cuando me dijo “ratoncito tierno”, con un tono por demás empalagoso, supe por dónde iba la cosa.

Yo disimulé un poco viendo la televisión; pero, de pronto, me abrazó y me dijo:


“Ay, hijo, no quiero que te vayas a llevar a mi Karlita lejos de mí; mejor, si se quieren casar, pues se vienen a vivir conmigo, al fin que aquí hay mucho espacio…”


En esos momentos yo no había pensado en esa posibilidad, pero no me pareció tan mala idea.


Como Karla tardaba en terminar de arreglarse, para salir, Amalia aún me hizo un cariño en mi cabeza y, como no queriendo, me arrimó sus pechugas en mi espalda.


Sinceramente, ella no estaba nada mal. A pesar de sus treinta y ocho años, estaba bien conservada, y con esos repegones tuve para que la sangre me encendiera mi sexualidad y tuviera una erección que me costó trabajo disimular.


Definitivamente, desde esa tarde, yo visitaba con más frecuencia a Karla en su casa y más cuando ella se iba a su trabajo, en una tienda de teléfonos celulares, y yo sabía que Amalia había regresado ya de la escuela donde daba clases.


Entonces, sin disimulo, nos dábamos nuestros buenos agarrones que no paraban hasta que terminábamos en su cama, desnudos y bien sudados.

“Ay, mi ratoncito, mejor ya cásate con Karlita, porque no sé dónde vaya a parar esto”, me dijo un día mientras tomaba aire reposando su cabeza sobre mi ombligo y me apretaba una de mis tetillas.


“Pero yo aún no me puedo casar, no tengo dinero y estoy muy chavo…”, le dije tratando de evadir su sugerencia.


“Pero así ya terminaremos con estas cosas y yo respetaré el matrimonio de mi hija”, insistió con su tono entre triste y romántico que tampoco supe interpretar en esa ocasión.


“Pues, no sé…, andan diciendo que ya van a meter más unidades a circular en mi ruta y, aunque ya me dieron de planta la combi, aún no junto lo suficiente para pedirle a Karla que se case conmigo”, le dije tratando de convencerla del amor que sentía por su hija.

“Mira…”, me dijo sentándose en la orilla de la cama y fijando su mirada en mi sexualidad, que descansaba también del ajetreo de esa tarde, “por el dinero no te preocupes, yo tengo unos ahorros y te los prestaré. Además, recuerda que les ofrecí que vivieran aquí, conmigo, para que no anden pagando renta; cuando se puedan hacer su casa, pues se van.”

Después de pensarlo bien, a la siguiente semana le comenté a Karla sobre la propuesta de su mamá. A ella le encantó la idea y me dijo que no era necesario que hiciéramos fiesta, solo una comida sencilla con nuestros amigos, que serían nuestros testigos, y ya.


La boda fue hace dos meses; pero solo uno se pudo aguantar Amalia.

Un sábado que Karla se había ido a trabajar, yo iba saliendo de bañarme y estaba de pie, junto a la cama, con una toalla enredada a mi cintura; entonces, Amalia entró sin tocar la puerta, diciéndome: “¿Qué está haciendo, mi ratoncito?”, con ese tono meloso que ya le conocía bien. Entendí lo que buscaba y, sin responderle, me limité a cerrar los ojos. Entonces, se acercó, me quitó la toalla y, con un movimiento suave, me empujó hacia la cama…

Comparte en: