El mundo de ella

Por: José I. Delgado Bahena

Cuando la conocí y supe cuál era su mundo, me llegó una gran atracción hacia su persona que no pude disimular por nada; pero no imaginé que acabaríamos viviendo una relación. Mi mundo se limitaba a mis amistades de la escuela. En ese tiempo estudiaba contaduría en la facultad de la UAGro, en Acapulco, y ahí había vivido algunos romances que, aunque me hicieron disfrutar los días intensamente, no me habían dejado ninguna huella, y seguía con un gran hueco en mi corazón.

Para entonces, entre mis compañeros y maestros me había ganado un gran respeto por las actividades culturales en las que participaba, y todos sabían de mis habilidades en la oratoria, así como para la composición de canciones y poemas. Había ganado algunos concursos representando a la Universidad en encuentros nacionales trayéndome algunos buenos lugares que sirvieron solo para engrandecer a mi escuela y no trajeron algún beneficio para mi persona.


Total: Nelly me deslumbró con su desenvolvimiento, su garbo, su frescura física y sus tarjetas de presentación. A todos nos presumía de haber estudiado en la mejor escuela de periodismo, en Puebla; de conocer a los mejores escritores y de haber ganado varios concursos de poesía, aunque después me enteré que participaba en encuentros literarios donde se reunían puros amigos, y entre ellos organizaban los concursos para repartirse los premios.


Todo lo que supe de ella, hizo crecer en mí una admiración, un respeto y una gran simpatía hacia su persona.


La conocí en una tertulia, en Acapulco, que la Casa de Cultura organizó en la Casona de Juárez.


Después del evento nos fuimos, con un reducido grupo, al Bar del Puerto, donde nos tomamos unos tragos y echamos relajo. En ese lugar se hacían presentaciones de libros y exposiciones pictóricas; era muy concurrido por la gente de la cultura y ahí se propició nuestro primer acercamiento.


Nos presentó un poeta del puerto. Lo que me asombró fue que, coincidentemente, nuestra ciudad natal fuera Iguala. Yo no la conocía ni la había visto jamás. Después de los saludos y las presentaciones, y con unos tragos de más, vinieron las confidencias. Me dijo que no tenía prejuicios, que se dedicaba a vivir, a disfrutar de su juventud y le daba gusto al cuerpo; no ponía objeciones ni restricciones y, si la persona era de su agrado, pues se iban a pasarla bien aunque sus amigos la criticaran y no le aceptaran las libertades que se daba.


Yo no sabía qué hacer. Mis padres me educaron con un respeto sagrado hacia nuestro cuerpo y creía mucho en las orientaciones religiosas que mi abuela nos había heredado.


Sin embargo, a pesar de que crecía ante mis ojos un muro de limitaciones que trataba de impedir que me acercara de más a su cuerpo y al fuego de su mirada, que amenazaba con incendiarme, no podía dejar de sentir muy fuertes mis palpitaciones cuando me decía: “salud”, y me rozaba con sus dedos al encenderle un cigarrillo.

Yo había tenido experiencias sexuales con otras chicas, amigas casi todas, y también había tenido alguno que otro romance; pero, la verdad, lo que Nelly me hacía sentir no se comparaba con nada, ni con el amor que viví con Sofi, en la prepa. En esa época, ella y yo estábamos en el descubrimiento de nuestra sexualidad, y ese deslumbramiento nos llevó a jurarnos amor eterno y a prometernos que, pasara lo que pasara, tarde que temprano terminaríamos viviendo en la misma casa y durmiendo por siempre en la misma cama.


Fueron puras promesas. Sofi conoció un chico en la Universidad que la hizo olvidarse de mí, del compromiso que hicimos y, para asombro de muchos, se casó con él. Aún tuvo el descaro de invitarme a la boda. Me dolió, la verdad, y creí que nunca lo iba a superar; pero conocí a Nelly.

Ella y su mundo me hicieron desear estar en sus pies, besarlos, morderle los tobillos y recorrer con mi lengua sus esbeltos muslos; pero, a pesar de mis experiencias, no lograba vencer por completo mi timidez y no sabía cómo entrar de lleno en su conversación para ganar su atención y su mirada.


Cuando pensé que la noche acabaría y se esfumaría cualquier posibilidad de aterrizar mis deseos, depositó ella su mano sobre mi pierna y me preguntó:


“¿Cuándo te regresas a Iguala?”


“Cuando tú quieras…”, le respondí con mucho atrevimiento.
Pensé que iba a retirar su mano; pero, al contrario: me apretó ligeramente y la subió un poco más hacia mi ingle.


Como el pantalón que llevaba puesto era de una tela muy ligera, pude sentir la calidez de sus yemas y un temblor me recorrió desde mi pierna hasta el ombligo.


“¿En cuál hotel te hospedas?”, me preguntó al oído, insinuante.
“En el Tortugas”, le respondí también al oído y con una voz temblorosa que no reconocí como mía.


“Está muy lejos. Si gustas te quedas conmigo. Estoy en el de aquí, a un lado.”


Fue lo último que recuerdo de esa noche en el bar. Cuando desperté, a su lado, entendí que iniciaba una nueva vida que no sabía a dónde me llevaría, pero tenía la seguridad de que sería inmensamente feliz.


Desde ese día unimos proyectos y nos hemos apoyado en la persecución de nuestras metas. Ella en lo suyo y yo en lo mío, pero siempre con una gran disposición para darnos las atenciones que habíamos buscado por otros lados.


Hoy, después de seis años de que ella me permitió entrar en su mundo, del que no quiero salir jamás, todavía recordamos aquel amanecer en Acapulco, cuando despertó y, al advertir que yo lamía sus tiernos pezones, se me quedó viendo y me dijo:


“¡Pinche Maritza! ¿Qué me hiciste? Ha sido la noche más feliz de mi vida. Quiero tenerte a mi lado por muchos años. Siento que ya te amo, niña.”


Yo no tuve más que contestar: “Yo también, querida Nelly.”

Comparte en: