Por: José I. Delgado Bahena

A cielo abierto

Cuando la conocí me emocionó el saber que le gustaba leer poesía. Eso me cautivó y me hizo ver en ella a una mujer muy tierna y sensible; además, por supuesto, de su hermoso cuerpo; no tan alto, pero bien delineado; pero, más que su cuerpo, sus ojos: eran enormes, como el mar, y profundos como la noche.


Desde ese día en que nos presentaron en la reunión a la que fui invitado por Tacho, mi amigo que andaba metido en la política, promoviendo a un candidato para presidente de Iguala, no dejé de pensar en ella y mucho me lamentaba no haberle pedido su número de teléfono en esa ocasión.


Jamás me imaginé que la buena, o mala, suerte estaría de mi lado cuando la volví a encontrar en la entrada del cine. Ella estaba formada para comprar boletos e iba con una señora ya grande, después supe que era su mamá, y fue Paola quien me habló para saludarme.
“¡Hola Pablo! Ya no te acuerdas de mí, ¿verdad?”, me preguntó mientras esperábamos a que avanzara la cola.


“Sí”, le respondí con sinceridad. “Eres Paola, la amiga de Tacho.”
“Bueno, no somos amigos eh, solo compañeros de partido”, me aclaró viendo de reojo a la señora grande.


En ese momento no supe interpretar su gesto. Yo había estudiado cuatro semestres en la Universidad la carrera de Filosofía y mucho me gustaba observar a las personas para interpretar sus ademanes, sus gestos, sus miradas y los tonos de sus palabras. Me gustaba escribir poesía y ya me había aventurado con un poemario que había mandado a concursar, sin suerte alguna para ganar, pero que había gustado mucho a algunos amigos a quienes se lo di a leer.


De manera que, con Paola, se dio el mismo proceso de escaneo que hago con las personas que conozco. Sin embargo, debo reconocer que hasta el tono de su voz me pareció indescifrable.
Lo curioso es que, desde esa tarde del cine, comenzamos a tener muchas coincidencias.
Para empezar, íbamos a ver la misma película, yo iba solo, así que nos acompañamos. Entre plática y plática, descubrimos nuestras afinidades: comenzando con nuestros nombres, luego por los libros, las películas, los viajes, las comidas y hasta en la música.
“Definitivamente, he encontrado a la persona perfecta”, me dije.
Ella se mostró de una manera cautivadora, pero misteriosa; amable, pero reservada.
Con el paso de los días tuvimos mucha comunicación: por teléfono, por Messenger y en persona. Nos reuníamos para platicar en un café del centro y nos pasábamos largas horas comentando diversos temas, pero siempre el que nos atraía más era la literatura y, sobre todo, la poesía.
Sin embargo, por más esfuerzos que hacía, no podía yo de ninguna manera adentrarme en sus emociones y en sus sueños. A pesar de ser muy expresiva, noté que encerraba un acto fingido en sus ademanes y en ocasiones su mirada se vaciaba sobre el piso, como para no dar a conocer sus sentimientos.
Yo conocía muy bien los míos y, definitivamente, Paola hizo que me olvidara de Oliva y de mi intención de buscarla y pedirle que me perdonara, después de que me había ido al antro con mi amigo Tacho y otros de sus cuates.
Aquella vez, Tacho tuvo la mala ocurrencia de tomarnos una foto a todos cuando estábamos en el karaoke e inmediatamente la subió al face.
Oliva no me perdonó que hubiera salido aquella noche sin avisarle y, sin más, apagó su teléfono y ni cómo comunicarme con ella.
Fue entonces que conocí a Paola y, sin meter las manos, me enamoré…
“Quiero besar los pétalos de tus labios a la orilla del mar”, le dije una noche en un mensaje de texto que escribí con el corazón temblando, por no saber cómo iba a reaccionar.
“¿Es poesía o una declaración?”, me preguntó como respuesta.
“Como quieras tomarlo”, le escribí.
“Como declaración, porque también siento algo bonito por ti”, me contestó haciendo con ello que me sintiera entre nubes, y la tormentosa lluvia que caía en esa noche era música angelical para mis oídos, “ven a mi casa, estoy sola”, agregó.
Eran ya las diez y media de la noche; pero, como loco, me vestí y salí a tomar un taxi para ir a una colonia que está por el panteón, donde ella vivía con sus padres.
Era cierto: se hallaba sola. Entré y de inmediato me ofreció un café. Nos sentamos en la sala y comenzamos a leer algunos poemas que ella tenía en manuscrito en un cuaderno.
“Mis manos están abiertas/ para recibir tu cuerpo/ y mi corazón sediento/ a la espera de tus besos;/ dame tu alma/ en tu piel envuelta,/ todo junto/ en un mismo complemento”, decía uno de sus poemas. Yo me detuve con la vista sobre el cuaderno, pensativo.
“¿No te gustó?”, me preguntó con un tono que se embarró en mi piel y me la erizó.
“Me encantó”, le respondí con sinceridad viéndole la boca.
“Lo escribí para ti”, me susurró al oído.
No pude más, como loco me fui sobre ella y la recosté en el sofá. Nos besamos y ahí mismo hicimos el amor por primera vez.
Las siguientes veces que tuvimos relaciones sexuales fueron en mi casa, donde vivía solo con mi madre; pero aquella noche decidió nuestras vidas. Un bebé hermoso, que fue sietemesino, y que ahora tiene cuatro años, nos obligó a casarnos. No me arrepiento. Ahora escribo poesía sobre su piel, entre sus piernas, lamiendo sus pezones y su cuello con el placer desbordado a cielo abierto.

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