Botana afrodisíaca

Por: José I. Delgado Bahena

Todo terminó ahí, en “La palapa de Chuy”, el botanero que está en la orilla de la presa de Tepécoa y que es un lugar donde te ofrecen una gran variedad de botanas; pero, lo que más me gustaba pedir es el viril de toro, nomás porque dicen que tiene efectos afrodisíacos, que según te endereza el ánimo y te pone en la mejor actitud con las chamacas.

Siempre que iba con mis cuates a ese lugar a tomarnos unas frías, pedía mi botana favorita y como que me traía buena suerte, porque a la tercera o cuarta cerveza ya veía que alguna chava de otra mesa me empezaba a echar ojitos.

En ese entonces, yo tenía mi novia; pero como siempre andaba ocupada con los encargos de su mamá que estaba en los Estados Unidos, casi no nos veíamos. Yo la quería mucho, sinceramente, pero pues… uno es hombre ¡y luego con el viril!, se me calentaban las ideas y me ponía a parpadear sobre las otras mesas.

Un sábado, en que mi compadre Alfonso y yo no alcanzamos lugar debajo de la palapa, el mesero nos acomodó una mesa en una terraza muy bonita que tienen en el botanero, con vista hacia el agua de la presa desde donde puedes admirar el paisaje y un cerrito con una capilla en la cima.

En esos momentos, el cantante Pinky, que imita a Joan Sebastian, comenzó a interpretar “El bandido de amores”; entonces, que dice mi compadre: “Ahí te hablan”, señalándome con la cabeza una mesa del otro extremo de la terraza donde se estaban acomodando dos chavas bien buenotas, con su minifalda y bien pintadas; luego se veía que eran de dinero, no como las de la oficina que por más que se arreglan y se compran sus trapos siguen igual de escobas.

Cuando Pinky se acercó a nuestra mesa y me prestó el micrófono para que cantara, aproveché y les mandé un saludo a las chamacas de la esquina.

“Claro que sí”, dijo Pinky, repitió el saludo y siguió cantando. Él ya nos conocía porque íbamos seguido a consumir cervezas y siempre nos echaba relajo.

Las muchachas nos sonrieron y levantaron su vaso con una bebida que les había llevado el mesero. Yo me sentí muy seguro y les correspondí mostrando mi cerveza.

Mi compadre y yo seguimos tomando, esperábamos a Rafael, otro compañero de la oficina, pero no llegó. Cuando llevábamos como diez cervezas cada uno, pedí otro platillo de viril y ahí fue cuando se me encendió la sangre. Le pedí al mesero que me trajera dos bebidas de las que tomaban las muchachas y se las llevé.

“Hola guapas, ¿por qué tan solitas?”, les dije, colocando frente a ellas dos vasos con whisky.

“Mejor vete”, respondió una de ellas.

“No tardan en llegar nuestros novios y te podría ir mal”, sentenció la otra.

“Újule, a mí se me hace que ya las dejaron plantadas”, me burlé de ellas.

No respondieron. En eso llegó mi compadre y, en vez de hacerme el quite con una, me tomó del brazo y me pidió que me fuera para la mesa.

“No manches, compadre, nos andas metiendo en problemas”, me dijo mientras le tomaba a su cerveza. “Dice el Pinky que sus novios son unos tipos muy pesados y que no tardan en llegar”.

“Pinche compadre, ahora hasta maricón me saliste”, le dije en tono de desmadre. “El éxito es de los atrevidos, de los que se arriesgan, de los que apuestan hasta la vida con tal de lograr sus objetivos…”, le aventé un choro para ver si lo animaba a que fuéramos a hacerles compañía a las chamacas.

No dijo nada mi compadre. Aguantó mis piquetes. Ahora sé que debí hacerle caso. Pero no: las tres cazuelas de viril de toro que me había despachado en esa tarde me dieron más valor.

Entonces, le pedí a Pinky que cantara la de “Más allá del sol” y se las dedicara a las chavas de la esquina.

“Claro que sí, con todo respeto, para las señoritas que nos acompañan en la mesa del fondo”, dijo Pinky dirigiendo su mirada hacia las chamacas que él ya sabía.

Ese fue el momento de mi mala suerte. Sin pensarlo dos veces, y sin hacer caso de mi compadre, que me dijo: “¿Adónde vas?”, me levanté y me dirigí otra vez a la mesa de las chavas. Sin pedir permiso, me senté y traté de abrazar a la que se veía de más edad, como de veinticinco años. Ella me quitó el brazo, me empujó y se levantó de la silla. Por la fuerza del aventón fui a dar al piso, sentado muy cerca de unas botas de cocodrilo. Alcé la vista, recorriendo el cuerpo del dueño de esas botas lujosas, y me encontré con un señor encabronado que de inmediato me jaló de mi camisa y me dijo:

“Tienes cinco minutos para irte de aquí, pendejo”.

Sinceramente, hasta la briaga se me quitó; por eso, lo más rápido que pude me fui a la mesa donde mi compadre ya estaba pagando la cuenta.

“Vámonos, pinche compadre”, le dije, y salimos de prisa. Arranqué mi tsuru, que tenía estacionado junto a los baños y, metiendo todas las velocidades, salimos del lugar.

Por la prisa, el miedo, o la peda (no lo sé), al abordar la carretera que va hacia Tepécoa, no vi que por mi derecha venía un tráiler cargado de gallinas; para tratar de evitarlo, giré hacia la izquierda, pero fue inútil: mi carro se estrelló contra el tráiler por el lado donde iba mi compadre. Por el impacto, dimos una voltereta y el coche quedó con las llantas para arriba.

Después supe que mi compadre murió ahí mismo y yo me estuve peleando con la muerte. Mis dos piernas quedaron muy dañadas y tuvieron que amputármelas para salvarme la vida. Mi novia me dejó y me quedé solo; todo por el viril de toro que, según dicen, es afrodisíaco.

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