La prueba

Por: José I. Delgado Bahena

Ahora sí que, como quien dice: “Para saber de qué color es la burra, hay que tener los pelos en la mano”. Sin lugar a dudas. Esto lo digo por haber sido tan confiado, por no fijarme en las señales que Columba, mi vieja, me daba cada quince días que salía del cuartel donde estoy adscrito como oficial subalterno.

Desde que la conocí debí haber esperado una jugada de estas; como la encontré en un restaurante que está a un lado de la plaza comercial, casi frente a mi lugar de trabajo, me pareció buena persona, y por eso comencé a cortejarla. Ella era la encargada de hacer las tortillas a mano y, en una de esas, que era mi descanso y fui a comer ahí, volteé hacia el comal, me hizo señas con una recién salida, esponjadita, se la dio al mesero en una servilleta y le pidió que me la llevara.

Esa tortilla fue el eslabón con el que me atoró y ya no me soltó hasta que nos casamos. Después, aunque nos tardamos tres años para que nos visitara la cigüeña, tuvimos una hija a la que le pusimos por nombre Laurita; bonita, con unos ojos grises, como los de mi suegra.

La verdad, como todo hombre, yo quería que mi primer hijo fuera machito; pero, como ya llevábamos tanto tiempo sin que ella se embarazara, pues la acepté sin chistar.

Lo malo fue que yo tenía que asistir con frecuencia a mi capitán segundo y había ocasiones en que hasta mi día de descanso me suspendían. Por eso, los tiempos para vernos se reducían más y más, hasta que ya no aguanté y comencé a celarla por teléfono y hasta mandaba a uno de los cabos de mi compañía a vigilarla.

Ahora que la niña casi cumplía los tres años de edad, se la aceptaron en el jardín de niños y pues, yo me encabronaba porque llamaba en las mañanas a la casa y no la encontraba.

Cuando salía de descanso, inmediatamente le preguntaba a Columba sobre sus ausencias, pero solo me daba evasivas y seguía con sus quehaceres.

Una tarde en que ella no sabía que yo llegaría, me quedé sorprendido porque, ahí, en la casa, estaban ella y una de sus primas, que vivía por el otro lado de la ciudad, emborrachándose y con el modular a todo volumen.

Mi coraje fue en extremo muy riesgoso y no sé qué habría hecho si no es porque me acompañaba mi amigo el teniente Ortiz, a quien había invitado para que conociera a mi familia.

“¡¿En dónde está la niña?!”, le pregunté muy encabronado porque no la veía por ningún lado.

“Está con mis papás…”, respondió y fue la última conversación que mantuve con ella en esa casa que rentábamos cerca del Seguro.

En ese momento tomé una decisión, me despedí de mi amigo y me dirigí en busca de mis suegros. Pensé que ellos no tenían por qué enterarse de nuestros conflictos, así que los saludé y, con buenas maneras, les dije que iba por la niña. Ellos no desconfiaron, me la dieron y me fui con ella a la casa de mi madre, en Platanillo.

Desde entonces, nos separamos y entramos en pleitos de los mil diablos. Ella me demandó. Buscó apoyo en el DIF, pretendiendo que le devolviera a la niña; pero, con mi argumento de que la había encontrado tomando, ni caso le hicieron. Sus padres pusieron un abogado que nomás les estaba sacando dinero porque, antes de presentarse a las audiencias, me buscaba para decirme lo que mis suegros le pedían que hiciera y, así, yo preparaba a mi amigo Saúl, el abogado que llevaba el caso en mi representación, porque él conoce a mucha gente entre las autoridades y siempre decidían a mi favor.

En realidad, lo que más me molestaba era que, mientras se resolvía definitivamente nuestra situación, yo tenía que pasarles una pensión del cuarenta por ciento de mi sueldo, y me daba coraje imaginar que, en lugar de usar ella el dinero para la alimentación de mi hija, se lo gastara en bebidas alcohólicas. Por eso, le pedí a Saúl que viera la posibilidad de anular lo de la pensión, ya que la niña estaba con mi mamá y ella la alimentaba.

En fin, yo pienso que, pues, estuve muy ciego para no darme cuenta de lo güey que fui. También puede ser que se cansó de esperar a que yo le diera resultados y cambiara de trabajo para estar más seguido en la casa, o no sé, a lo mejor de por sí ya era así; pero la jugada que hizo en la última audiencia que tuvimos, fue de lo más vil y perversa, porque acabó con toda mi confianza como hombre y me quitó lo único que yo veía de hermoso en esta pinche relación en la que me embarqué por una tortilla.

Estábamos reunidos en el juzgado de lo familiar cuando, su abogado, que en esta ocasión no me puso sobre aviso, soltó la sopa.

“…por último”, dijo él en sus argumentos, “…mi clienta acepta que le retiren la pensión alimenticia con la condición de que le devuelvan a la niña; porque, ateniéndose a los diversos medios con los que se pueda probar su dicho, declara que su hija no fue procreada por el demandado, sino por otra persona que está dispuesta a aceptar su paternidad y hacerse responsable de sus cuidados.”

“¡¿Qué dice este individuo, maldita?!”, le grité ante todos los presentes.

“Que la niña no es tu hija. Le pueden hacer las pruebas que gusten. No quiero tu dinero; solo regrésame a mi niña y sigue con tus asuntos en tu batallón.”

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