Pies bonitos
Por: José I. Delgado Bahena
Lo que son las cosas: a mis dieciocho años, sin aún haber tenido mi primera relación sexual, me metí en un lío con el que por poco me descalabro para siempre en mis sentimientos.
Resulta que desde que iba en la secundaria he tenido fijación por los pies bonitos de las mujeres.
Mis amigos de la secu no me creyeron nunca lo que les decía; pero solo yo sabía lo que sentía cuando una de mis compañeras me mostraba sus tobillos, o cuando, en la clase de Educación Física, veía que se quitaban los zapatos para ponerse los tenis, mi excitación llegaba a grado tal que mejor esperaba un buen rato para quedarme en puro short porque mis partes íntimas me delataban de inmediato.
Esto lo advertí desde que soñé a mi tía María de Jesús quien, sentada frente a mí y con su pie derecho desnudo, jugueteaba entre mis piernas. En esa ocasión no necesité masturbarme, desperté bien mojado. Desde entonces, lo primero que le veo a una chava, para pedirle que sea mi novia, son sus pies.
Cuando entré a la prepa, veía a mis maestras, a mis compañeras, a todas las mujeres que ahí me encontraba y disfrutaba mucho viendo sus pies. Incluso, en más de tres ocasiones, mis compañeros se mofaban de mí, por la novia que traía; me decían que estaba muy fea, muy gorda o muy flaca, pero a mí no me importaba; si me gustaban sus pies, el resto de su cuerpo era lo de menos.
Ahora que ingresé al CREN ocurrió lo mejor. Como te digo: a mis dieciocho años, no había tenido mi primer encuentro corporal con ninguna mujer, y como que ya ansiaba pasar por esa experiencia; entonces, cuando le vi los pies a Elizabeth, mi compañera de grupo, me dije: “Sergio, es ahora o nunca”.
Le vi los pies el día que comenzaron a tirar el edificio principal, porque construirán uno nuevo. Llegué a la cafetería con Chucho, mi mejor amigo, ella estaba con Ceci, su amiga. Mientras se tomaban un café y comían unas galletas, ella se había quitado uno de sus zapatos y pude verle un pie bien cuidado, hidratado, de piel blanca, con sus uñas pintadas de rojo y con una pulsera azul en el tobillo. Sin perder el tiempo, me acerqué a saludarla.
“Hola”, le dije. “Eres Elizabeth ¿verdad?” “Sí. ¿Tú eres Sergio?”
“Así es”, le contesté, orgulloso de que supiera mi nombre cuando teníamos pocos días de habernos conocido. “¿Nos podemos sentar con ustedes?”, le pregunté emocionado.
“¿Cómo es que ya te aprendiste mi nombre?” Le dije, para tener tema de conversación.
“Ah, es muy fácil: te llamas igual que mi papá”, me contestó metiendo su pie otra vez en su zapato.
A partir de ese día nos hicimos amigos y comenzamos a convivir durante los tiempos libres de las horas de clases y por las tardes íbamos a dar la vuelta por el centro de la ciudad.
A decir verdad, lo que comenzó motivado por el deseo sexual que me despertó el ver su hermoso pie, fue creciendo y la deseaba cada vez más; pero no solo eso, también fui sintiendo que en mi corazón se desarrollaba ese sentimiento asesino al que algunos llaman “amor”.
Entonces, como para propiciar la oportunidad de disfrutar ya de los sabores, los olores y la vibración de su piel sobre mi piel, le pedí que fuéramos novios, un día que estábamos solos en la cafetería.
“No puedo responderte ahora”, me dijo tomando mi mano y rosando mi pierna con uno de sus pies sin zapato.
“¿Por qué?”, le pregunté con angustia mirando fijamente sus ojos de miel de los que ya me había enamorado.
“Porque mi papá no me da permiso de tener novio. Si me dejas que le platique de ti, yo te aviso sobre lo que resuelva”.
Aquí fue cuando sentí que un cangrejo me mordía el estómago. No sé por qué, tuve la sensación de querer correr, pero, al advertir que su pie entraba por mi tobillo y subía debajo de mi pantalón, logrando que tuviera una erección a punto de hacer explosión, no me quedó más que aceptar.
A los dos días, cuando caminábamos hacia la calle, al terminar las clases, me dijo que su papá estaba de acuerdo en nuestro noviazgo, pero quería que nos viéramos con él porque quería conocerme.
Por supuesto que estuve de acuerdo. Esa misma tarde nos vimos en la plaza comercial y nos metimos a un café para esperar a su papá.
Aún estuvimos unos veinte minutos platicando y haciendo planes sobre nuestra carrera y nuestro futuro cuando, por el pasillo central, del lado de la compañía de teléfonos celulares, vi aparecer a mi papá.
“Mira, ya viene”, me dijo ella.
“¡¿Quién?!”, le pregunté mortalmente confundido.
“Nuestro papá”, respondió tomándome de la mano. “No te dije nada porque quería que tú sintieras también la misma brasa que sentí en mi garganta al enterarme, hace tres años, de quién era mi padre. Espero que lo entiendas, pero no ha sido fácil vivir con la ilusión de que mi padre venga a verme y me regale solo unos minutos de su presencia, porque soy la hija de ‘la otra’, la ilegítima”.