Caballo de Troya

Por: José I. Delgado Bahena

Así pasó todo.

Nadie puede considerar que las cosas fueron propiciadas por la malignidad de los hombres, quienes, olvidando los principios elementales de la convivencia humana, como el respeto, se atrevieron a abrir sus puertas para las incursiones nocturnas en sus insatisfechos hogares.

Ellas llegaron al pueblo en esos años en que el gobierno propició la venta incontrolable de lotes de los terrenos que antes fueron ejidales, para obtener algunos beneficios, como el pago del predial, de las tierras que estaban destinadas para la siembra.

Nadie, tampoco, pudo haber previsto las consecuencias tan fatales que desencadenarían el hambre de cuerpo y la sed de mujer, aunque fueran foráneas y, peor aún, menores de edad.

Calixta, la madre, sin escrúpulos ofrecía a sus hijas al mejor postor, con la sola intención de obtener alguna cerveza y un poco de comida. Yo lo supe de pura casualidad, por un comentario que soltaron en el billar los hermanos Sánchez.

Ni ella, la madre, imaginó que se vendría tanta calamidad que le haría arrepentirse de no haberse quedado en su pueblo natal donde, al menos, tenían un lugar fijo para dormir y hacer sus necesidades.

Inés, de once años, y Felipa, de trece, fueron, al principio, obligadas por ella a satisfacer los bajos instintos sexuales de José, el tendero, quien, aprovechando que su mujer se pasaba las horas en el templo del pueblo, rezando por las culpas de toda su familia, aceptaba el ofrecimiento de Calixta para tener satisfacción privada utilizando a las dos chamacas.

José se dejaba hacer y disfrutaba los empíricos conocimientos en el arte amatorio de Inés y Felipa, quienes lo besaban venciendo su asco por aquel hombre maloliente, apestoso a sudor y al puro corriente que fumaba todas las mañanas, después de abrir la tienda y despachar a su primer cliente.

Después de que las niñas hacían su trabajo en el cuartito que José y su mujer tenían para descansar un rato después de la comida, él se portaba generoso con la madre y les surtía una bolsa con lo indispensable para la despensa de la semana, hasta el siguiente lunes, cuando regresaban a buscarlo al notar la falta de víveres.

Lo malo fue que José no se aguantó la lengua, la desató frente a su compadre Elías y este se sintió tentado por la experiencia de disfrutar tan tiernos bocados, a cambio, tan solo, de unos cuantos pesos que saldrían de la peluquería que atendía hasta las ocho de la noche, pero que, a partir de que “por casualidad” encontró a Calixta en la calle y le soltó de sopetón la propuesta, “trabajaría”, según él, hasta las nueve de la noche.

“Cuando guste, puede visitarme en la peluquería”, le dijo a la madre, “…le aseguro que no me daré por mal servido.”

Así empezó, verdaderamente, el desgarriate.

¿Quién se iba a imaginar que estas chamaquitas, tan escuálidas y feítas, hubieran tenido ya, en esa época, tantos roces de cuerpos con desconocidos, en otros pueblos, y luego se regocijaran con los hombres de la comunidad, sin protección alguna?

Elías fue el primero. Después de dos años de recibir en su peluquería la visita de estas chicas, principalmente de la mayor, a la que consideraba el mejor manjar, decidió terminar con el trato y las hizo a un lado cuando advirtió que ya era muy difícil sacarlas de su local. Pero, dos años después, le comenzaron a atacar misteriosas fiebres y otras enfermedades que le llevaron, por prescripción médica, a hacerse diversos estudios, entre los que figuró el conocido como ELISA, que detecta la presencia de anticuerpos contra el virus del SIDA.

Él fue el primero que se conoció como infectado por este mal, por supuesto, a consecuencia de la falta de protección con la que mantuvo sus relaciones sexuales con las chicas, y hasta con la madre.

Le siguió Fidel, el panadero; Juan, el del taller de bicicletas; Leonel, el del billar, quien, incluso, infectó a su mujer y ambos tuvieron que acudir a recibir el costoso tratamiento, mediante un coctel de medicamentos, para buscar sobrevivir lo más posible de tiempo a las enfermedades oportunistas que atacan al indefenso organismo. También resultó infectado José, el tendero; Remigio, un campesino que vivía solo y que halló en las tres mujeres un desahogo a su soledad; no se escapó Tiago, un sudamericano que llegó al pueblo con su familia pero que en esa época vivía solo con uno de sus hijos, adolescente, que también se contagió al caer en la tentación, al ver al padre encharcado en el vicio mortal del sexo sin protección.

Estos fueron los que se supieron. Yo me enteré por medio de mi tío Eleuterio, quien se espantó de tanta enfermedad y de la mortandad que se avecinaba; por lo que se puso a investigar y a atar cabos, llegando a la conclusión de que habían sido Calixta y sus hijas el Caballo de Troya que entró al pueblo con el mal en sus entrañas.

Pobre de mi tío. Su voz de angustia no le dejó concluir, pero supuse que él también estaba infectado. No me lo dijo, pero lo imagino.

Ahora, ya ni modo, tendré que decirle a Inés que vayamos en busca de su madre y de Felipa, para que todos nos hagamos el examen. Tendré que enfrentar las consecuencias por dos causas: haber tomado la decisión de traérmela a la Cd. de México, al ver que, a sus quince años, había caído presa de la perversión de los hombres del pueblo y, peor aún: haber tenido con ella relaciones sexuales sin responsabilidad alguna.

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