Por: José I. Delgado Bahena

Insatisfacción

Hace tiempo que tengo muchas ganas de contar mi historia; es algo muy íntimo, pero es necesario que la comparta con los lectores de esta columna para que quienes me conocen, comprendan un poquito mi forma de ser y, además, para que tomen conciencia sobre las atenciones que necesitamos las mujeres en muchos aspectos.

Desde niña me inculcaron un gran temor por el sexo. Primero fue mi madre, luego mis maestros; siempre me decían que era perverso hablar de ese tema y hacer preguntas que no eran propias para una niña.

Cuando me casé por primera vez, para mi esposo, al igual que para mí, el sexo nos deslumbró y no supimos cómo hacerlo. Ahora entiendo que debimos dejarnos llevar por la inspiración y olvidarnos del conocimiento; pero, lamentablemente, no supimos encauzar nuestra ignorancia y me sentí menospreciada como mujer a grado tal que nunca tuve alguna satisfacción en este sentido. Te puedo contar con los dedos de las manos las veces que tuvimos relaciones; por lo mismo, nos separamos muy pronto.

Después me casé con Ulises, un contador que ya había sido casado, pero en Veracruz, y tenía tres hijos allá. A mí nunca me importó eso, lo que yo quería era tener un hombre que me respetara, me diera mi lugar y me hiciera sentir realmente mujer; lo malo fue que nunca superó el no haber sido mi primer hombre. En la complacencia sexual era muy egoísta: jamás se interesó en que yo tuviera satisfacción.

Un día le dije: “Oye, yo no siento nada”. Él me contestó: “Eso te pasa porque tuviste otros hombres antes y ahora quieres sentir lo mismo conmigo.”

La verdad es que él estaba mal en esa apreciación. ¡Yo ni siquiera sabía lo que era un orgasmo!

Poco tiempo después Ulises falleció por un derrame cerebral y otra vez me quedé sola, e igual: insatisfecha sexualmente.

Lo bueno fue que en el velorio conocí a Pablo, un amigo de Andrés, uno de sus dos hijos que vinieron de Veracruz a despedir a su papá. Era un muchacho de unos diecinueve años, alto y musculoso, como si fuera al gimnasio. Desde que lo conocí me impactó y al saludarlo, cuando Andrés nos presentó, mi piel se erizó con el contacto de su mano.

Después del sepelio, los dos amigos decidieron regresar a Veracruz, pero antes intercambiamos números telefónicos, ya que tendríamos que estar en contacto para arreglar los papeles del seguro de vida y lo demás, y aprovechando le di también mi número a Pablo.

Como a los dos meses, Pablo y yo comenzamos a tener conversaciones telefónicas en las que advertí un cierto interés de su parte hacia mí y me agradó mucho la idea. Sinceramente, a mis treinta y seis años, no me sentía una vieja y pensé que tenía derecho de encontrar el amor y el placer sexual de una vez.

Lo único que agradezco de mis dos matrimonios anteriores es que no tuvimos hijos, porque así me sentía libre para buscar al hombre que tanto había estado esperando.

Cuando se los conté a mi mamá y a mis hermanas, comenzaron a reprimirme mucho y me decían que ya dejara de andar buscando marido, que con dos que había tenido eran suficientes para haber enlodado el apellido de la casa. ¡Qué me importaba el apellido! Lo que yo quería era sentirme realizada como ser humano y atendida donde toda mujer queremos que se nos satisfaga.

Como medio año después, Andrés y su amigo vinieron a Iguala para resolver lo del papeleo de Ulises, ya difunto, y fue cuando Pablo me comenzó a cortejar.

Una tarde, en que Andrés tuvo que ir al banco para retirar un dinero, con los de la aseguradora, Pablo entró a mi recámara mientras yo me secaba la piel con una toalla, porque me había bañado.

“Me gustas mucho”, me dijo, de sopetón y de frente, como hablan los jarochos.

“Tú también”, le contesté, y fue suficiente para que enlazáramos nuestros cuerpos en una pasión que no terminó hasta que llegó Andrés y a quien tuvimos que decirle todo.

Él aceptó que su amigo y yo nos estableciéramos en una relación intensa que duró mientras regresaban a Veracruz.

Pablo, a pesar de su corta edad, tan solo veinte años, era un experto en la cama y con él sentí lo que mi amiga Brenda me contaba sobre las idas y venidas del acto sexual. Todo me gustaba de él: su trato, su resistencia, su cuerpo, su virilidad y sus besos al principio y al final de nuestros desenfrenados encuentros. Solo hubo algo que no me gustó: nunca quiso quedarse a dormir conmigo. Al terminar, tomaba su ropa y sus zapatos, hacía un envoltorio y se iba al cuarto doble que había acondicionado en la casa para que los dos amigos durmieran durante su estancia en la ciudad.

Cuando se fueron me sentí muy triste, porque pensé que lo que había vivido con Pablo iba a quedar en algo pasajero, pero a los quince días me llamó por teléfono para decirme que quería vivir conmigo, pero que también Andrés se quería venir a Iguala, me preguntó si los aceptaba a los dos y, por supuesto, acepté.

Ya instalados, y yo muy feliz de que hubiera regresado Pablo, me cantó las verdades que, al principio me espantaron, pero las acepté porque solo pensaba en mi felicidad.

“Sabes mujer…”, me dijo tomándome de la mano, la noche que llegaron de Veracruz, “…Andrés y yo somos pareja, pero los dos somos bisexuales; si me aceptas, pues… debes aceptarlo también a él. Tú le gustas, así que…piénsale”, terminó al ver que yo me había quedado con el ojo cuadrado.

Desde esa noche mi felicidad es doble. Andrés y Pablo se complementan muy bien y me corresponden sin egoísmo, la pasamos bien y me dejan satisfecha.

Lo único malo es que tendremos que irnos a Veracruz, los tres, porque dicen que allá la gente no se escandaliza, como aquí, y yo quiero vivir mi vida sin represiones ni tabúes de ningún tipo. Lo importante es que por fin encontré no un marido, sino dos, a quienes tengo que mantener, pero que me dejan satisfecha.

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