La confesión

Por: José I. Delgado Bahena

Ayer, al salir de mi trabajo, en los talleres del periódico, reflexioné en que se acercaba mi aniversario de bodas y pensé que sería un bonito detalle halagar a Celia, mi mujer, con un arreglo floral cada día hasta llegar al sábado, veintidós, cuando cumpliríamos cinco años de casados.

Así que, aún cuando tenía un buen de cansancio y mucho sueño, porque habíamos parado las máquinas a las cinco de la mañana, hasta que estuvo el tiraje completo de los ejemplares que en el periódico hacemos, me despedí de los jefes y me fui derechito al mercado de las flores a comprar un bonito arreglo para Celia.

Al llegar, estando ella a punto de salir con nuestro hijo Arturo, para llevarlo al jardín de niños, se emocionó y me abrazó. Le expliqué el motivo, ya que no acostumbro a hacerlo con frecuencia (o más bien: nunca) y ella propuso que cada día, hasta llegar al sábado, haría comidas especiales e invitaría a nuestros compadres: Daniel y Lulú, para que nos acompañaran el mero día, a comer.

Le agradecí su propuesta, ella me dio un beso y salió con nuestro hijo. De inmediato entré a la habitación y me tiré sobre la cama para reponerme del desvelo y el cansancio.

Cuando desperté serían como las dos de la tarde. Celia estaba en la sala viendo la tele.

“¿Y el niño?”, le pregunté al no ver a mi pequeño.

“Lo dejé en la casa de los compadres porque quiero hablar contigo”, me respondió con las manos enlazadas y viendo al piso.

“¿Qué tienes?”, le dije al ver el estado deprimente en que se encontraba.

No contestó. En un movimiento rápido, apagó la tele con el control, se levantó, fue por las flores que le había dado en la mañana y las colocó sobre la mesita de la sala.

“Siéntate, por favor, tengo que decirte algo”, me pidió al verme de pie y con actitud de perplejidad por no saber qué estaba pasando.
“¿Pero estás bien?”, le insistí al sentarme a su lado.

“Sí. Solo que tengo que contarte algo”, respondió tomando una de mis manos entre las suyas temblorosas. Y comenzó a hablar, a echarme el rollo, mientras algunas lágrimas rodaban por sus mejillas.

“Mira: yo te quiero mucho…”, me dijo, “…y este detalle de las flores lo agradezco bastante, pero creo que no lo merezco. Por favor, no me interrumpas, déjame hablar y después me juzgas.” Hizo una pausa para soltar mi mano y cortar una rosa del ramo que le regalé. Como jugando con ella entre sus manos, continuó:

“¿Recuerdas la noche en que celebramos nuestro primer aniversario con Daniel y Lulú, que antes solo eran nuestros amigos? Bueno, pues en esa ocasión, tú debes recordar, nos emborrachamos y comenzamos a jugar a la botella, los cuatro, aquí: en la casa. Lo que comenzó como juego terminó en algo serio: tú te emborrachaste de más y te quedaste dormido en el sofá. Daniel y Lulú se fueron porque ella también ya estaba muy mareada; él se la llevó de “aguilita” a su coche y yo me dispuse a levantar algunas cosas.

No había pasado media hora cuando Daniel regresó en busca de su reloj, que se había quitado para pagar “prenda” en el juego y entre los dos lo buscamos. Tú seguías roncando, bien borracho; entonces, en un momento, Daniel y yo vimos, al mismo tiempo, su reloj junto a la pata del mueble de la tele y, al querer recogerlo, nuestras cabezas chocaron y comenzamos a reír, a reír… y no paramos hasta que nos dimos cuenta que nos estábamos besando.

“¡Qué! ¡¿Pero, cómo te atreviste?! No lo puedo creer. ¡Y todavía lo hicimos nuestro compadre!”, exclamé furioso.

“Espérate”, me dijo con melancolía, “…no he terminado. La cosa no acabó ahí. Como pudimos, y sin dejar de besarnos, nos fuimos a la recámara y tuvimos sexo. De esa relación sexual nació Arturito”.

“¡¿Quieres decir que mi bebé no es mi hijo?!” Me levanté exaltado pateando la mesa de centro y tirando el florero con las rosas que le di en la mañana.

“Sí. Recuerda que llevábamos un año intentando que yo quedara embarazada y nos hicimos varios estudios. Yo le pedí al médico que te dijera que yo no podía encargar; pero, en realidad el del problema eres tú.”

“¡¿Y por qué me lo dices hasta ahora, después de casi cuatro años?!”

“Porque no quiero llevar esa carga de conciencia en mi muerte. Esta mañana escuché, en la tele, que el mundo se va a acabar pasado mañana. Tengo mucho miedo y no quise que muriéramos sin que yo te dijera la verdad”, concluyó mientras recogía las rosas y el florero que estaban en el piso de la sala.

Sinceramente, no sabía qué decir ni qué hacer. Quería reírme por la pendejada que había creído de la televisión; pero también estaba muy dolido. ¡Cómo iban a saber los conductores del programa que vio cuándo se acabaría el mundo!

“¿Y mi compadre sabe que Arturito es su hijo?”, le pregunté, como buscando un garfio en donde atorar mi desconcierto, mi rabia y mi desconsuelo.

“Sí, ya no debe tardar, le pedí que viniera para que juntos recemos por la salvación de nuestras almas.”

“¡Vete a la chingada! Quédate con tus miedos. Yo me largo, que pases feliz fin del mundo”, le dije al salir e internarme en el calor infernal que se sentía en esos momentos en la ciudad.

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