Por: Carlos Martínez Loza
Iguala, Guerrero, Julio 1.- Ixcateopan es ahora Pueblo Mágico de México. Como en un relato de Juan Rulfo, el pueblo enclavado en la alta montaña del estado de Guerrero se sabe que está ahí: entre las verdes nubes y las piedras grises, “y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza”. La categoría de Pueblo Mágico tiene la curiosa virtud de hacer visible lo secretamente escondido; es como encontrar una vasija llena de tesoros y perlas preciosas y comenzar a sacar una a una para mostrar su belleza a los curiosos que se congregan a su alrededor. Es la fuerza del premio Nobel mexicano a la ‘pueblocidad’.
Se llama Ixcateopan de Cuauhtémoc, por aquel último tlatoani azteca que padeció legendariamente el fuego de Hernán Cortés en los pies, pues le pareció más digno sufrir el aceite y la llama que estar en un lecho de rosas. Pero la grave polémica se exalta en cierta exhumación: en una vértebra cervical, en un cráneo, en una punta de lanza y en una placa ovalada de cobre con una cruz y la inscripción “1495-1525. Rey e S. Coatemo” que realizó hacia 1949 Eulalia Guzmán en la iglesia Santa María de la Asunción. Esos vestigios se los atribuyó a Cuauhtémoc emperador.
Otros lo niegan. Lo cierto es que la historia suele padecer los efectos de la literatura ficcional, el relato histórico se torna verdadero a fuer de su propia historia. Cuenta Ernesto Sábato que en el otoño de 1962 fue en busca del lugar donde había “vivido” Madame Bovary, una mujer que solo existe en una novela de Flaubert; ese conmovedor gesto nos revela que la literatura es a veces más poderosa que la realidad; que alguien se embarque a Ixcateopan para “estar” en el lugar de los restos de Cuauhtémoc no es cometer un desvarío histórico, como ciertos críticos podrían argüir, es asumir que la realidad padece la sangre y la carne de la condición humana, como cuando alguien visita Comala para “buscar” la casa de adobe y teja en la que vivió Pedro Paramo, o cuando alguien baja al río Jordán para sentir el agua que corrió bajo los pies de Cristo, a pesar de que Heráclito dictaminó que nadie puede bajar dos veces al mismo río.
Ixcateopan es el lugar; Cuauhtémoc, el símbolo. El símbolo de una nación que murió y se enterró con él: México está enterrado ahí; pero el lugar de muerte es también el lugar de resurrección, el lugar donde la semilla muere es también el lugar donde nace la flor; curiosamente Cuauhtémoc significa “el águila que desciende”; Ixcateopan, en una de sus letras, quiere decir ‘algodón’; ese pequeño y humilde arbusto que como una madre amorosa ha vestido a la humanidad. Ese oxímoron es un prodigio de la casualidad, el águila que desciende al sepulcro se transmuta y brota en una planta de algodón. Imposible no sonreír ante ese asombro de la etimología.
Luvina, nombre tan eufónico y hermoso, es un pueblo imaginado por Juan Rulfo. Está en un cerro alto y es pedregoso, de sus hondas barrancas sube el viento como los sueños, ahí se puede escuchar el silencio, y en la noche, el cielo se junta con la tierra; recuerdo aquel remoto día que estuve en Ixcateopan, hace ya algunos años, y pienso que Luvina podría ser Ixcateopan: una ruta recién descubierta para la nostalgia, lo místico, la madera, la nube, el pan, el atardecer, la palabra, el barro, la luna, el amor.
*Carlos Martínez Loza. Es escritor y profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM. Correo: carlosmartinezloza@hotmail.com