Por: Carlos Martínez Loza


Ciudad de México, Agosto 20.- Un discurso romano de la época de Cicerón enunciaba: “Nadie puede enamorarse por una sola mirada o al pasar”. En lógica, a esto se le llama una proposición universal negativa y que hoy quiero refutar lúdicamente no desde una teoría de las falacias sino desde la humilde invocación de un puñado de versos que he congregado en mi escritorio como ejercito dispuesto a la batalla.

El grito de guerra es la voz de Julio Herrera y Reissig que escribe: “La eternidad de tus ojos ha caído sobre mí”; en esta línea del uruguayo siéntese la opresión manifiesta y condenatoriamente feliz de una mirada suave de rubor sobre la mortalidad del hombre: la mirada que salva de la muerte, una doctrina que profesaron ha siglos los hebreos camino a la Tierra Prometida, según el Pentateuco (Números 21:4-9).

Salomón, innumerable poeta y sabio de sabios, llegó a escribir lo siguiente: “Aparta de mi tus ojos, porque me cautivan”. Este verso sucede en el Cantico Canticorum, vertido por primera vez al español por fray Luis de León, quien prefiere traducir “Vuelve los ojos tuyos, que me hacen fuerza”, queriendo significar la súplica de no ser mirado por ella, pues “me robas con tus ojos y me traspasas el corazón”, en decir del príncipe de la lírica española.

En alguna tarde olvidada anoté la siguiente línea del Paraíso perdido de John Milton: “La influencia de tus miradas me da acceso a todas las virtudes”. El golpe es sutil y penetrante como espada de dos filos: la mirada se erige como emancipadora de virtudes y ahuyentadora del mal, el hombre arropado por una mirada es inclinado naturalmente al bien.

Sería indigno olvidar la muy saludada línea de Julio Cortázar: “Me basta mirarte para saber que con vos me voy a empapar el alma.” Es la mirada honesta y sincera como fuente agraciada que exalta la tímida niñez y que supo escribirlo inmejorablemente Xavier Villaurrutia: “Si la veo, silabeo”.

Tambaleada la proposición inicial, derribemos de una vez para siempre su temeraria falsedad. En una de sus páginas más conmovedoras, Marcel Schwob relata la historia de un niño ciego, Eustaquio, que en Las Cruzadas es guiado a Jerusalén por la mano de la pequeña Allys. La mayor oración de Eustaquio es poder mirar a Dios, la mar, el color blanco y el rostro de Allys. Sí, mirarla, como quien mira el amor por primera vez.

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