Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Mayo 25.- A principios del siglo veinte, Julio Torri escribió una página que tituló así. Ahí prodiga su aversión por cierto tipo de orador y de oratoria. El orador que repugna es aquel de temperamento vanidoso, proclive a las sensibilidades ruidosas, a las causas vanas y altisonantes, al incapaz de crear una obra de arte, al que se cuida solo de gustar al público, al que solo lee con el afán de “hallar buenas frases que citar después” (materialismo intelectual). Hostiliza a la oratoria que se convierte en “profesión de éxitos inmediatos”.

Ya Platón, Cicerón y Quintiliano se habían ocupado en sus diálogos y libros en eso que podríamos considerar como “desviaciones” de la oratoria y que Torri recuerda muchos siglos después para todos nosotros en esta página imperdible. Yo acuerdo con él. Cierta mala fama de la oratoria se debe en parte a que se ofrece como una vía rápida para alcanzar el éxito político, jurídico o social, como si se tratase de vender y comprar un producto milagro que hace efecto a los tres días. Pero la retórica (prefiero esta palabra a oratoria) es más compleja y sublime que el “temperamento oratorio” que describe Torri, el cuál además de su vana palabrería no adquiere el conocimiento profundo de los grandes escritores y las grandes verdades, no logra trascender los ademanes extravagantes y gestos habituales.

El poder de la palabra para Torri no está en la pasión actoral, sino en la artística, filosófica, literaria, sapiencial, en esa vía directa de la retórica grecolatina: la del orador ideal de Aristóteles, que se crea un ethos para habitar en compañía de la virtud, la prudencia y la sabiduría; la de Quintiliano, que no concibe al orador supremo sino como un hombre bueno (vir bonus dicendi peritus); la de Cicerón, que descarta al orador sin sabiduría por ser un ciudadano perjudicial y poco útil.

Interpretando a contrario sensu, como decimos los abogados, Torri idealiza un tipo de orador: el que obra siempre en nombre de causas auténticas y útiles, el que no se envanece en los fuegos artificiales del ademán y la voz grandilocuente, el que lee para sustanciar en su carne y sangre el conocimiento profundo de los grandes pensadores, el que tiene buena disposición espiritual para salir de sí mismo, el que se recoge en el silencio para planear una exquisita obra de arte, el que trasciende los gestos excéntricos para remontarse a los paraísos de lo bueno, lo verdadero y lo bello.

Manuel de J. Jiménez me ha dialogado personalmente que Julio Torri no abominaba de la oratoria sino de un modo de oratoria. He querido asentir con él y agregaría que la oratoria no es una profesión de éxitos inmediatos, pues más bien se asemeja a la subidora vereda del Gólgota en la que el Verbo tiene que padecer humildemente hasta que ilumine el reino de la infamia y la mentira.

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