En su ensayo sobre estética, dice Kant que el día es bello y la noche sublime. Teñida de emoción crepuscular, la etimología de la palabra ‘Iguala’ suele inclinarse a este significado: “donde serena la noche”. Que es como decir “donde llovizna la noche” o “donde apacienta la noche”.
La noche sublime de Kant es semejante a esa etimología. El filósofo de Königsberg escribe: “En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad.”
El sentimiento de eternidad que puede producir la contemplación de una oscura noche es un simbolismo que los nahuas grabaron en la palabra ‘Yohualli-ehecatl’, la noche, el viento, lo invisible, lo impalpable; con ella se referían a la trascendencia de la divinidad suprema, que al ser como la noche o el viento no puede percibirse o palparse. Para el historiador Miguel León- Portilla, la palabra Yohualli-ehecatl es un difrasismo, una expresión que usa de dos vocablos, noche y viento, para referirse a una sola realidad que metaforiza lo invisible e impalpable.
A riesgo de ser refutado en breve, sostengo la tesis difícil e imprevista según la cual el significado de la ciudad de Iguala padece los estragos de un concepto estético, teológico y filosófico. No invocaré el Códice Mendocino o la lámina 17 de la matrícula de tributos como argumento de autoridad fundamentado en la escritura de los tlacuilos para defenderme, básteme lo enunciado en líneas atrás y un verso de la Eneida de Virgilio que bien pudo haber expresado un igualteco en el siglo XVI:
“ibant obscuri sola sub nocte”,
iban oscuros bajo la solitaria noche.