Por: Carlos Martínez Loza


Ciudad de México, Agosto 6.- Las suaves gotas caían con lentitud sobre el viejo tejado de una modesta casa que anunciaba por sus oxidados ventanales un pasado remoto como la luz de una vela que nunca se apaga. La pregunta que leyó muchas tardes atrás en no sé qué libro de poesía le pareció inaplazable: “¿Qué canto repite la lluvia?”

Era una lluvia tímida y circular, suspirante como pausas de la existencia: ella miraba las espigadas gotas como quien mira por primera vez la lluvia caer, como el hebrero, como el griego, como el egipcio, como el pastor del Himalaya, como la mujer de todas las épocas; se preguntaba si la lluvia de ayer es la misma que cae ahora y que seguirá cayendo mañana, pasado mañana y el año venidero. Se preguntaba si el sonido de la lluvia es el mismo siempre o cada gota representa un infinito de posibilidades, se preguntaba sobre el primer hombre que miró la lluvia caer y el último que la verá. Le pareció buena idea enunciar una definición (que después rechazó por temeraria): “La lluvia es un silbo apacible que nos lleva de regreso al hogar.”

Encendió la mortecina lámpara del oscuro y frio cuarto, pues era octubre, y tomó la hoja sobre la mesa. Se dispuso a escribir un agregado a su definición: “Que lluvia tan pequeña puede llenar toda una vida”. Aquella noche no quiso pensar más.

Ella había llegado en día de lluvia.

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