La otra pandemia que sigue cobrando vidas
Por: Alejandra Salgado Romero
“La violencia de género no es cultural, es criminal»
Nadia Murat, Premio Nobel de la Paz 2018
La violencia de género contra niñas y mujeres es una pandemia silenciosa que atraviesa países, clases sociales y edades. No se trata sólo de agresiones aisladas: son patrones sostenidos de control, coerción y daño físico, sexual, psicológico y económico que limitan la vida, la libertad y las oportunidades de más de la mitad de la población mundial… y afectan a la humanidad entera. En el marco del 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra Niñas y Mujeres, debemos tener claro que este tipo de violencia comprende cualquier acto, -físico, sexual, psicológico, económico o simbólico-, que se dirige contra una persona por su género o que afecta de forma desproporcionada a mujeres y niñas. Sus raíces, según organismos internacionales, están en las desigualdades de poder y en normas culturales que normalizan el control masculino y estigmatizan a las víctimas.
Los últimos informes de dichos organismos confirman que la violencia contra las mujeres sigue siendo masiva y persistente. Casi una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia física y/o sexual a lo largo de su vida; las estimaciones más recientes señalan que cerca de 840 millones de mujeres han enfrentado violencia de pareja o sexual en algún momento, y que en los últimos 12 meses millones de mujeres continuaron siendo agredidas por su pareja. La reducción a nivel global ha sido lenta y desigual. En México, las encuestas nacionales muestran cifras elevadas y persistentes. Según la ENDIREH (Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares) y otros tableros estadísticos del Instituto Nacionales de Estadística y Geografía (INEGI), más del 60–70% de las mujeres de 15 años y más han reportado al menos un incidente de violencia (incluyendo violencia psicológica, económica, física o sexual) a lo largo de su vida, y la prevalencia en los últimos 12 meses también es significativa en distintos grupos poblacionales. Su raíz está en la desigualdad histórica entre hombres y mujeres, en estereotipos que refuerzan la idea de dominación masculina, y en estructuras sociales e institucionales que, con frecuencia, no protegen ni garantizan justicia para las víctimas. Además, fenómenos nuevos como el ciberacoso y las agresiones en línea se han sumado con millones de víctimas reportadas recientemente. El subregistro y la baja denuncia siguen siendo problemas estructurales.
En lo que respecta a Guerrero, las cifras y diagnósticos muestran una situación compleja y heterogénea: mientras informes oficiales destacan que la entidad no está entre las de mayor incidencia relativa de feminicidios en ciertos periodos, las organizaciones civiles y diagnósticos locales registran aumentos en distintos tipos de violencia (familia, espacios públicos y comunitarios) y alertan sobre patrones estructurales, -pobreza, violencia generalizada, falta de acceso a justicia-, que colocan a niñas y mujeres en riesgo permanente. La desigualdad territorial y el subregistro dificultan tener una sola lectura, pero la evidencia local confirma la urgencia de intervenciones integrales. En todo caso, las investigaciones muestran que la violencia de género no surge de un único factor y que entre las causas estructurales y contextuales se encuentran: a) Desigualdad de género y normas sociales: que justifican el control masculino y la subordinación femenina; b) Factores económicos y de inseguridad: crisis económicas, desempleo o estrés financiero pueden aumentar la probabilidad de violencia en el hogar en contextos donde la violencia ya está normalizada; c) Impunidad y fallas institucionales: sistemas de justicia débiles, acceso limitado a servicios y estigmatización desalientan la denuncia y perpetúan el ciclo; y, d) Socialización y educación: roles de género rígidos, masculinidades violentas y falta de educación en igualdad desde la infancia reproducen comportamientos agresivos, entre muchos otros.
Ahora bien, estudios rigurosos que combinan análisis cuantitativo y cualitativo, han demostrado que intervenciones que atacan estos factores (programas educativos de masculinidades, apoyo económico a familias, fortalecimiento institucional y servicios integrales a víctimas) reducen la violencia cuando son sostenibles y sensibles al contexto. Las consecuencias de la violencia de género son múltiples y acumulativas, y algunas de ellas son: a) Salud física y mental: lesiones, embarazos no deseados, infecciones de transmisión sexual, depresión, ansiedad, estrés postraumático y mortalidad prematura; b) Impacto económico: pérdida de empleos, menor productividad, gastos en salud y protección; a nivel macro, la violencia frena el desarrollo económico y reproduce la pobreza; y, c) Erosión comunitaria: miedo en espacios públicos, normalización de la agresión y debilitamiento del tejido social… cuando las niñas crecen en entornos violentos, las consecuencias se transmiten intergeneracionalmente, entre muchas otros.
La evidencia científica converge en varias conclusiones útiles para la acción pública, entre las que se pueden citar: a) La violencia es prevenible: programas de prevención temprana, educación en igualdad y cambios normativos muestran efectos positivos cuando son integrales y a largo plazo; b) La respuesta institucional importa: acceso eficaz a justicia, refugios, líneas de atención y atención de salud con perspectiva de género reducen daños y promueven la recuperación; y, c) No hay una sola solución: combinar intervenciones en educación, economía, salud y justicia, así como centrarse y apoyar a las víctimas, es más efectivo que acciones aisladas.
Por todo lo anterior, se demanda entender que el 25 de noviembre no es sólo una fecha simbólica: es una oportunidad para transformar la indignación en obligaciones concretas. Participar puede tomar muchas formas: informarse y divulgar datos confiables, apoyar servicios locales para víctimas, exigir a autoridades protocolos efectivos y presupuestos suficientes, promover programas escolares que trabajen la igualdad y las nuevas masculinidades, acompañar a las organizaciones de mujeres que trabajan en prevención y atención, son sólo algunos ejemplos de lo mucho que podemos hacer desde nuestras trincheras. Lo cierto es que la erradicación de la violencia de género requiere voluntad política, recursos sostenidos y la participación activa de la sociedad entera.
La violencia de género sigue siendo una crisis global y local: millones de vidas marcadas por el daño, comunidades resentidas y un freno al desarrollo. Pero la evidencia es clara: es posible prevenirla y reducirla si actuamos con políticas integrales, educación transformadora y solidaridad real con las víctimas y sobrevivientes. Este 25 de noviembre debemos alzar la voz no sólo para recordar, sino para exigir y construir un país y un mundo donde niñas y mujeres vivamos libres de violencia.
Les deseo una semana excelente y agradezco sus aportaciones y/u opiniones a través del correo alejandra.salgado.esdafzk@gmail.com.
