Eduquemos para la paz…una tarea impostergable

Por: Alejandra Salgado Romero

“La educación es el mejor arma para la paz.”
María Montessori

La educación para la paz representa una necesidad urgente y concreta en sociedades fracturadas por la violencia cotidiana. No se trata únicamente de enseñar a los niños, niñas y adolescentes a no pelear, sino de la implementación estudiada de un enfoque pedagógico integral que forma valores, habilidades y actitudes —desde la resolución no violenta de conflictos hasta la empatía y la justicia social— con el propósito explícito de construir convivencia democrática, prevenir la violencia y fortalecer lazos comunitarios. Esta propuesta, según la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), coloca la paz como fin y medio de la educación: formar personas capaces de transformar conflictos, reconocer la dignidad ajena y actuar en favor del bien común.

La educación para la paz se formalizó y difundió a escala internacional a través de organismos como la UNESCO, que la concibe como una política educativa destinada a promover la tolerancia, los derechos humanos, la no discriminación y la cooperación entre individuos y naciones. Sus raíces históricas se remontan a iniciativas pacifistas y a movimientos pedagógicos del siglo XX que buscaron contrarrestar las consecuencias devastadoras de las guerras mediante la formación de ciudadanía responsable y solidaria.

Entre las directrices más repetidas en los marcos internacionales y en las experiencias educativas que han mostrado mejores resultados se cuentan: a) Enfoque en valores y competencias sociales: promover empatía, respeto, solidaridad, y habilidades de comunicación y negociación; b) Prevención integral: actuar desde la primera infancia con programas que incluyan la escuela, la familia y la comunidad para identificar y atender factores de riesgo; c) Participación y ciudadanía: implicando a estudiantes en procesos democráticos escolares (asambleas, comités de convivencia) para practicar la toma de decisiones compartida; d) Enfoque en derechos humanos e igualdad: enseñar sobre derechos, laicidad y equidad de género como ejes que reducen violencia estructural; y, e) Formación docente y materiales adecuados: preparar a las y los docentes para detectar violencia, mediar conflictos y enseñar competencias socioemocionales.

Las evidencias sobre programas bien diseñados de educación para la paz muestran beneficios tanto individuales, como comunitarios, entre los que se encuentran: a) Reducción del acoso y la violencia escolar: la intervención sostenida en habilidades sociales y mediación disminuye incidentes de bullying y agresiones físicas y verbales; b) Mejor clima escolar y aprendizaje: alumnos y alumnas reportan mayor bienestar, lo que se traduce en mejor concentración y desempeño académico; c) Prevención de conductas delictivas en la adolescencia: desarrollar capacidades de resolución de conflictos y manejo emocional reduce factores de riesgo asociados a la violencia infantil y juvenil; y, d) Fortalecimiento de la cohesión social: comunidades con iniciativas educativas orientadas a la paz tienden a organizarse mejor frente a problemas locales y a confiar más en instituciones horizontales. Cuando la educación para la paz se implementa con políticas públicas, formación docente y evaluación, sus efectos pueden cuantificarse y sostenerse en el tiempo.

Para entender la urgencia, hay que mirar los datos: la violencia en las escuelas y entre jóvenes en México es una realidad persistente. Los indicadores oficiales muestran múltiples caras de esa violencia: desde la victimización cotidiana hasta la presencia de adolescentes en carpetas de investigación por delitos graves. En materia de victimización y percepción social, la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE 2024), mostró que la tasa de prevalencia delictiva y la percepción de inseguridad siguen siendo elevadas en el país, afectando la vida cotidiana de millones de hogares. Estas condiciones externas —inseguridad, normalización de la violencia— hacen más difícil la labor educativa y aumentan la vulnerabilidad de niñas, niños y adolescentes.

Las cifras sobre homicidios de infancia y adolescencia también son alarmantes: en 2024 se registraron más de mil asesinatos de niñas, niños y adolescentes, una tragedia que exige respuestas educativas y políticas públicas integradas orientadas a la protección y la prevención. Esa realidad extrema es la otra cara del acoso, la violencia escolar y la exposición a contenidos violentos en entornos formativos y no formativos. Además, reportes y coberturas periodísticas recientes han puesto en evidencia casos críticos de acoso escolar que terminaron en lesiones graves o en crueldades sistemáticas, lo que desnuda fallos en protocolos, seguimiento y atención temprana. Estos episodios son el síntoma visible de brechas estructurales: falta de formación docente, ausencia de mecanismos efectivos de denuncia y deficiente articulación entre salud, justicia y educación.

Cualquier estrategia educativa que pretenda construir paz, debe complementarse con políticas de regulación y clasificación de contenidos: estándares claros sobre violencia en medios, advertencias, límites para el acceso de menores y promoción de contenidos que ofrezcan alternativas positivas. La regulación no significa censura absoluta: significa sistemas de clasificación y horarios, códigos de buenas prácticas para productoras y plataformas, obligaciones de contraprogramación educativa y sanciones cuando se promueva el odio o la violencia explícita hacia poblaciones vulnerables. México cuenta con marcos legales y discusiones académicas sobre la relación entre medios y violencia que pueden y deben actualizarse a la velocidad de las plataformas digitales.

Educar para la paz es una política pública que rinde dividendos en bienestar, seguridad y desarrollo humano. No se resuelve con campañas aisladas ni con manuales; requiere compromiso estatal, formación docente permanente, currículos que integren competencias socioemocionales y mecanismos de evaluación. Requiere, además, una agenda transversal: salud mental, protección a la infancia, acceso a oportunidades laborales para jóvenes y regulación responsable de contenidos en medios y espectáculos. Las cifras —desde la victimización hasta los homicidios y el acoso escolar— nos exigen no más discursos, sino una política educativa coherente con la paz. Invertir en educación para la paz significa menos heridas abiertas, menos vidas truncadas y, a la larga, sociedades más justas y seguras.

El reto es ambicioso, pero posible: articular escuelas, familias, medios, cultura y políticas públicas para que la paz deje de ser una aspiración y pase a ser una práctica cotidiana. Educar para la paz no es retirar las dificultades del camino; es dar a cada generación las herramientas para cruzarlas sin daño. Eso, en un país como México, no es lujo ni ideología: es urgencia democrática.


Les deseo una semana excelente y agradezco sus aportaciones y/u opiniones a través del correo alejandra.salgado.esdafzk@gmail.com