La viuda negra

Por: José I. Delgado Bahena

Cuando era niña, casi todos en el barrio me rechazaban porque en mi familia éramos muy humildes y porque decían que a mi paso yo dejaba pura suciedad. Bueno, una cosa era que en la colonia donde vivíamos rara vez tuviéramos agua y otra que yo no quisiera bañarme. Además, los chavos con los que me juntaba andaban igual que yo; pero, como ellos eran hombres, podían andar chamagosos sin que nadie les dijera nada.

Uno de ellos era Pancho. Tenía doce años pero ya se veía muy guapo y, sinceramente, me gustaba y le tenía mucho afecto; pero un día tuvo la infeliz ocurrencia de ponerme un apodo: “la cucaracha”, que no se me quitaría hasta ahora, cuando pasó lo que tenía que pasar.

Ese apodo lo aguanté por siempre, mientras vivimos en esa colonia. Cuando me hice muchacha, y porque me empezaban a gustar ya en serio los muchachos del barrio, comencé a arreglarme más y hasta un barniz para las uñas me compraba; pero ni así me pude deshacer de mi apodo y seguían con su cucaracha por aquí, cucaracha por allá. Hasta albures inventaron a costa mía, y cuando me veían pasar decían que iban “a tocar la cucaracha con la lengua” y comenzaban a tararear la canción de “la cucaracha ya no puede caminar…”

Por esa época llegó a vivir cerca de mi casa un muchacho que se llamaba Magdaleno. No era guapo, pero a él no le importó mi apodo y comenzó seguirme con sus pláticas sobre la ciudad de Puebla, de donde venían él y su familia. Esto fue bueno porque así los jóvenes de mi cuadra se dieron cuenta de que yo existía y se comenzaron a poner celosos. Eso me lo dijo mi hermano Efrén que se pasaba las noches platicando y fumando con ellos en la esquina de la tienda.

De todos modos yo acepté a Magdaleno como novio y nos dejamos ver muy querendones en las fiestas; pero duré solo dos meses con él. Francisco me empezó a buscar, y como a mí Pancho siempre me había gustado, a pesar de que me había puesto el apodo, pues mandé a volar a Maleno y lo acepté.

Lo malo fue que Pancho me decía “mi cucarachita”, y cómo me revolvía el estómago que me dijera por ese apodo. Entonces, yo, sin que se diera cuenta, les hacía caso a los clientes de mi tía que vendía jugos y licuados en una esquina del mercado y a la que yo le iba a ayudar todas las mañanas. Así que mi Pancho estrenaba cuernos cada semana y él ni cuenta se daba porque, como trabajaba en una ferretería que está por la calle de Altamirano, y yo sabía a qué hora salía de su trabajo, pues aprovechaba bien el tiempo para darme mis vueltas con mis amigos.

Un día le fueron con el chisme, me hizo muchos “panchos” y mejor le dije que ya termináramos. Él se enojó mucho y dijo que un día me las iba a cobrar.

Como al mes, le dieron una casita a mi papá en la colonia PPG y nos cambiamos de domicilio. Todo fue mejor, porque allá no sabían de mi apodo y la gente solo me decía Lucy, porque me llamo Lucía. Ahí entré a trabajar en un cyber y me pasaba las horas en una computadora, conectada al facebook, haciendo amigos e iniciando relaciones que luego me llevaban a conocer a chavos de muchas partes de la ciudad a los que citaba en diferentes días y horas para conocernos y ver qué salía.

De entre tantos, tuve la maldita suerte de aceptar la invitación de un tal Frank que nunca imaginé de quién se trataba.

Lo acepté interesada en conocerlo con la esperanza de encontrar a alguien que realmente valiera la pena; pero nunca imaginé que se tratara de mi antiguo novio, el que me había puesto el apodo.

Cuando llegué al café, donde nos citamos, y lo vi sentado en actitud de espera y muy sonriente, me dije: “¡Oh, no!”, y sentí unas inmensas ganas de vomitar.

“¡Hola cucarachita!”, me dijo con sincera emoción. La verdad, quería dar media vuelta y no sé ni para qué me senté. No contesté y solo le vi fijamente a los ojos.

“¿Qué quieres tomar?”, me preguntó.

“Nada”, le respondí. “Mejor vámonos”, le pedí con firmeza.

“¿A dónde quieres ir?”, me preguntó tomando una de mis manos.

“A donde sea”, le respondí insegura.

Esa respuesta le dio a él los argumentos para tomar decisiones y condujo su auto hacia un hotel que está rumbo a Tuxpan.

A partir de entonces, nuestras citas fueron solo para apagar la hoguera del deseo. Por eso, cuando le dije que ya no quería seguir con esa rutina, me pidió que nos casáramos.

La mera verdad, yo no lo amaba, pero era muy bueno en la cama. Siempre me dejaba satisfecha. Por eso acepté y nos casamos a los quince días.

Él me seguía diciendo “mi cucarachita”. El apodo ya no me dolía tanto, pero recordaba los sinsabores que me provocó en la infancia y en la adolescencia y me daban ganas de matarlo.

Una noche que llegó borracho, le reclamé que me llamara por mi antiguo apodo y me gritó: “¡Pinche cucaracha, agradece que te saqué de la suciedad después de que me cortaste!”

Eso me caló hasta el alma, pero me aguanté. Lo conduje hacia la cama fingiendo una docilidad que no sentía. Le quité la ropa y lo induje a la pasión sexual más satisfactoria que nunca.

Al terminar, se quedó dormido y roncando a sus anchas. Entonces, con mi cerebro enlodado en el coraje por aquel apodo que él me había tatuado, fui a la cocina por el cuchillo más filoso, regresé a la recámara y, con mis manos temblorosas, pero decididas, se lo encajé a un lado de su tetilla izquierda, directo al corazón.

No supo ni cómo le llegó el silenciador para ya no seguirme diciendo por ese apodo. Se fue al otro mundo después de haber gozado de la suciedad de esta pobre cucaracha…

Lo bueno es que ese apodo ya ha quedado en el olvido. Las compañeras del reclusorio, al conocer mi historia, me regalaron uno mejor: “La viuda negra”.

Comparte en: